Festivales sin cielo ni trigo

Apenas llevo tres años en Madrid. Los diecisiete anteriores los pasé en Praga, la capital de República Checa. Basta sumar dos más dos para comprender que en ese tiempo no solamente conocí a muchas personas ucranianas (después del vietnamita, es el núcleo de población extranjera más numeroso), sino que tuve buenos amigos, alumnos brillantes, actores inspirados, colaboradores y colegas procedentes de ese país que lleva el cielo y el trigo por bandera.

 Intento estar en contacto con ellos, pero reconozco que cada vez resulta más difícil porque cada vez existen más posibilidades de que, ante la pregunta de qué tal estáis, la respuesta sea demoledora y punto menos que inasumible, sobre todo para ellos.

En ocasiones, al abrir la ventana de mi cuarto, me imagino que el tráfico se detiene y oigo no las bombas, sino el gran grito de auxilio del este; o que la polución se disipa y entonces huelo no la pólvora, sino la carne quemada o acribillada de los caídos, a veces con uniforme, a veces en vaqueros, a veces en combate, a veces mientras iban a por pan.

A veces personas anónimas, a veces personas con las que conviví.

Lo que quiero decir es que no somos políticos, no somos diplomáticos, no somos militares, pero somos escritores y además escritores de lo negro, es decir, cronistas del crimen, del dolor, del abuso de poder, de la corrupción, de la injusticia, del mal, esa hidra que multiplica por mil cada cabeza que le cortas.

Pensé que seríamos un clamor. Imaginé, por un momento, una ebullición de editoriales, de festivales de novela, de revistas del crimen. Todos haciendo las veces de altavoz para que los autores chilláramos nuestra repulsa y nuestra indignación, nuestra opinión y nuestro compromiso.

Pero no.

La única editorial que ha dado un paso adelante (única dirección posible para cualquier editorial pequeña o mediana) ha sido Alrevés, que publica una antología de poesía (escrita por autores de novela negra) y destina toda su recaudación a ayudar a los refugiados ucranianos. Es poco, pero en medio de este silencio cobarde o perezoso, suena tan alto que nos rompe los tímpanos.

A Alrevés, de repente, qué bien le queda el nombre.

Pero qué otra cosa podemos esperar, si ahora resulta que los festivales de novela negra (no sé si por la puerta de atrás o por debajo de la mesa) incurren en la alta traición de ir dando entrada a eso que llaman grandes editoriales, es decir, las que abren sus jaulas de rarezas humanas para que sus premios Cervantes se aireen un rato por alguna bahía del Cantábrico o las que dan una limosna de un millón de euros a tres tipos con pseudónimo de mujer.

Tanto publicar, tanto reseñar, tanto escribir, tanto promocionar novela negra y aún no hemos entendido que este género va de la resistencia del pequeño frente al abuso del poderoso; va de los que sacan a rastras de sus casas; va de aquellos a los que les dicen que nos quitan el trabajo; va de los que gritan su orgullo frente al arco iris de su bandera; va de los que no llegan a fin de mes y escarban en la basura; va de aquellos a los que les importa que los dejen sin latín ni filosofía; va de los que no llegan a la costa y de los que sí llegan; va del niño con ansiolíticos y del viejo que no tiene quien lo cure y de aquellas que deciden abortar.

Para el autor de novela negra no hay más Planeta que su barrio ni nada más Random que seguir manteniéndose firme ante el viento de la incertidumbre, ese huracán con olor a cebolla que estalla contra su cara a cada vuelta de la esquina. El autor de novela negra es el que se prostituye (on line o presencial) impartiendo talleres de escritura, el que explica a Machado en los muros de contención ciudadana que son las aulas de la ESO, el que defiende su sueldo en el bulling orquestado de los compañeros de oficina, el que apila maletas en la intemperie de los hangares de Barajas y el que se niega por sus cojones a aprender a usar el Excel. El autor de novela negra podría buscarse un segundo trabajo, es verdad, pero necesita las tardes para escribir, quiero decir, para vomitar su bilis social y enderezar, al fiel de las cuartillas, el cuadro torcido de la injusticia.

Solía suceder que alguna editorial rara, de esas que apostaban por lo bien escrito y lo mal promocionado, los acogía en sus imprentas y se convertían en las solitarias pero irreductibles montañas de su eco. Los llevaban de paseo, regular alojados y mal pagados, por esos reductos de dignidad literaria que eran los festivales de novela negra, donde se mezclaban con otros marginados y a lo mejor les daban un premio que no valía para nada más, ni para nada menos, que ser un minuto feliz, antes de volver al silencio de la prensa y al bar de la esquina.

Ya no nos queda ni eso. Los putinianos oligarcas de la literatura, no, los putinianos oligarcas de la impresión y encuadernación de novelas, ya violentan las fronteras del soberano circuito negrocriminal e intentan invadirlo con su lustre de hojalata y sus autores flojitos. Quiero creer que se encontrarán con una resistencia ucraniana, que no es otra que la de la autenticidad y la del coraje del que defiende lo que es suyo por inalienable derecho de clase.

Sur o no Sur

Mi Madrid es un Madrid en blanco y negro. Pienso en Madrid y me imagino una secuencia acelerada en la que aparecen grupos de personas que vienen del campo a la ciudad con la única pretensión de remangarse la camisa y seguir trabajando. Veo inmigrantes que pasan a través de las puertas siempre abiertas de Madrid y nos dejan su historia y nos dejan su idioma y nos dejan su cultura (que nos apresuramos a mezclar [abrazar] con la nuestra) y nos dejan sus años de vida y su trabajo y el fruto de ambas cosas. Veo un Madrid de gente que no era de Madrid y que construyó Madrid porque entendió que Madrid era el cruce de todos los caminos, el lugar al que llegar y en el que quedarse porque en Madrid no se preguntaba, en Madrid se acogía y se tiraba para delante.

He pensado largamente en el pueblo de Madrid alzado contra los franceses y años más tarde alzándose en las urnas contra la Monarquía y después escondiéndose de las bombas de Franco en las estaciones de Metro y buscando resquicios de luz en los siguientes cuarenta años de oscuridad y mirando para otro lado en la farsa de todas las farsas, la que tuvo lugar a partir de 1975, mientras los cadáveres de las cunetas gritaban «estamos aquí» y nadie los oía o no los entendía porque tenían la boca llena de tierra.

Madrid siempre ha hablado desde las congregaciones y los ayuntamientos de gente humilde. A Madrid se le ve la cara si miramos el Rastro y la cuesta de Moyano y los arrabales donde acampan los gitanos y la batalla de requiebros del género chico y la quincallería itinerante y las lavanderas del Manzanares. Madrid es habitada por el que hunde los pies en el barro de Madrid y nunca, lógicamente, por el que habita en el barro, mucho más sucio, de su propio dinero.

Me acuerdo de Quevedo (que miraba los muros de la patria mía) y de Ramón de la Cruz y de Benito Pérez Galdós y de Ramón Gómez de la Serna y de Francisco Umbral y de todos los que hablaron y se partieron la cara por Madrid y me pregunto si se estarán abriendo el vientre y retorciéndose las tripas con las manos ante la rabia de ver cómo el escritor de hoy solo escribe para el premio, para la caseta, para la mesa redonda, para el micrófono y para todas y cada una de las tareas que nada tienen que ver con la responsabilidad de escribir cuando te ha tocado ser artista o intelectual en una época en que o dices algo que duela o mejor te callas.

Están golpeando Madrid. Están arrumbando Madrid en guetos. La Historia ya tiene muchas páginas como para que no sepamos lo que está pasando: Los poderosos nunca coinciden con los mejores, nada demuestra más la incompetencia de un gobernante que echarle sus culpas a los demás y nada demuestra más la avilantez de un gobernante que echar sus culpas a los que no tienen medios para defenderse.

Unos guetos se unirán con otros guetos. Unas fronteras se fundirán con otras fronteras. Al final quedará una sola línea que reflejará la verdadera realidad de la capital: el sur, donde se pone a secar la ropa de mañana y el norte, donde se cuelga la bandera rojigualda, en un vano intento por convencernos de que tienen otra patria que no sean sus privilegios.

De Madrid al suelo

Un novelista español, el último y más rotundo de nuestros premios Nobel, contaba, en las páginas de sus memorias, que los periodistas a veces lo describían como un genio y a veces lo describían como un deficiente mental. Ha aflorado este recuerdo de mis lecturas de adolescencia mientras asistía estupefacto a lo que pensé que nunca iría a presenciar: la acusación y la marginación definitivas de los distritos y los barrios y las personas pobres de Madrid.

Leo en las redes sociales y oigo a la puerta de los bares unas largas ristras de chistes que intentan hacer sangre de la indefensión y el vencimiento de la presidenta de la CAM cuando puso su cara y su gesto de derrota al frente de un comunicado que, bajo una falsa apariencia de claudicación y de desamparo, venía a anunciar, incluso con la aquiescencia de un Gobierno de signo contrario, la consecución de uno de los grandes objetivos de su ideología: instaurar la conciencia colectiva de que la infección viene del lado del pobre y de que por tanto hay que aislarlo y encerrarlo e impedir que se junte con los que no son como ellos, con los de los pisos de 300 metros cuadrados, los de los náuticos, los del pelo ni corto ni largo, los de las caceroladas con palos de golf, es decir, los que no son Madrid, sino el espejo cóncavo/convexo de Madrid.

A los pobres nos dejarán salir en manada a trabajar (no importa que nos hacinemos en el Metro: al fin y al cabo somos infecciosos estrujándonos contra infecciosos) porque alguien les tiene que limpiar la casa, cuidar a la abuela, lavar el coche, servir el café, cobrar en la caja, abrir la puerta de la urbanización o cortarles un poco el flequillo. Pero después debemos regresar inmediatamente a nuestras casas en miniatura, a nuestros barrios sin higiene, a nuestros distritos de alta incidencia cóvid, de donde tenemos prohibido salir para no trasladar nuestra ponzoña a ese gran Madrid que ya, desde ahora y hasta que la vacuna o la quema de autobuses lo diga, no es para nosotros, sino para los de la gaviota, esos que creen que sí, pero que (repito) no son Madrid, porque Madrid siempre ha sido hospitalario, generoso, multirracial, obrerísimo y republicano.

Basta extender el miedo para vencer sin (aparentemente) derramamiento de sangre. Hoy, oficialmente, el virus es de los pobres y ya podemos anticipar la continuación de esta película, más de terror que de ciencia-ficción: Estos catorce días de infamia no serán suficiente y caerán más días y caerán más municipios del sur, uno detrás de otro, hasta que ya no quede ninguno, mientras las cifras de contagios, palpitando en las pantallas, justificarán y alentarán la segregación. Madrid se dividirá en Norte y Sur y los madrileños nos dividiremos en pertenecientes al Norte o pertenecientes al Sur y quizá a estos últimos nos cosan una estrella a la solapa y nos hagan caminar por encima de una línea siempre que no nos quede más remedio que visitar, por imperativos motivos de trabajo, ese Madrid del Norte del que el propio Madrid se avergüenza.

Volverán de un Madrid libre de desarrapados y saldrán al balcón y levantarán los ojos beatíficamente y darán gracias al cielo por haber mandado el cóvid, ese latigazo iracundo de Dios Nuestro Señor que por fin ha puesto las cosas (léase los pobres) en su sitio.

Madrid atardecerá más rojo que de costumbre al tiempo que contempla cómo se cierne, sobre él, la noche de todas las noches.

(Y a ti, que madrugas para ir a currar, que almuerzas en la oficina, que llevas la ropa planchada, que pagas el coche y la hipoteca, que te vas a la playa la primera semana de agosto, también te van a encerrar porque también eres pobre. Así que hazte un favor y despierta).

Una urna y el papel correcto.

Nada más.

Nuevo canon literario

Uno vive este confinamiento no solo con la esperanza de que termine, sino de que, una vez terminado, suponga un antes y un después/un punto de inflexión/un nuevo orden mundial. Uno, gracias a este interminable quedarse en casa, se ha dado cuenta de todos aquellos pequeños confinamientos en los que estaba recluido y de los que ahora no va a hablar porque ahora, de lo que toca hablar, es de literatura, más concretamente del confinamiento crítico-lector al que nos ha abocado la pandemia occidental (que nunca aplanó la curva de contagios) del canon literario.

El canon literario (como todo el mundo sabe o debería saber) es un conjunto de obras literarias (uno, en este artículo [en este lo que sea] solo va a hacer hincapié en la novela) que acaban siendo consideradas un ejemplo o una sublimación de calidad o un modelo a seguir por los que vienen detrás con la pluma en la mano. Otra espeluznante característica de las obras que conforman el canon (dejo el bolígrafo, respiro profundamente, vuelvo a coger el bolígrafo) es que atraviesan todas las épocas literarias y siempre están vigentes, es decir, les hemos dado la inmortalidad y un carácter estatuario porque sí, porque nos creemos que estamos en disposición de darlo.

Aprovecho este confinamiento (y aprovecho también la ansiedad que me provoca) para decir que el canon occidental actual es mentira. Las herramientas con las que se construyen las novelas se van afilando, perfeccionando y sacando brillo conforme van avanzando los tiempos y especialmente conforme unos novelistas van pasando el testigo a otros y estos otros se lo pasan a los que vienen después, dando forma a una interminable carrera de relevos donde lo importante es que el siguiente vaya más rápido y menos fatigado que el anterior.

La mayoría de los lectores de mi generación (y de las generaciones que hicieron posible la mía) nos angustiamos con la vulnerabilidad de Raskolnikov, languidecimos con Marcel y sus minuciosas descripciones de la alta burguesía francesa, nos estremecimos con la ascensión a los cielos de Remedios, descendimos la extensa ladera del vacío de la mano de Hans Castorp, comprendimos la imagen deformante del dinero en el espejo del huérfano Pip, reconstruimos (o no) el caos que Bloom y Dedalus nos lanzaron a la cara y (por no seguir [dicen que el canon es una lista abierta] ad infinitum), a pesar de ser lectores, fuimos más protagonistas que Horacio Oliveira. La buena noticia es que estás obras maestras de la narrativa universal han sido superadas por otras y, en la mayoría de los casos, a cargo de autores que aún siguen vivos y produciendo.

(Abro este paréntesis para aclarar que Kranz Kafka es el único autor que se salva de la nómina de esos grandes escritores canónicos ya rebasados. La razón es muy clara: su visión de los conflictos y paradojas del hombre moderno aún no ha sido mejorada).

Antes de meterme de lleno con el nuevo e imprescindible canon literario, que debe apoyar el pie soberbiamente en la cabeza del anterior para subir a la altura que le corresponde, voy a hablar de otro canon que me parece de vital importancia para la buena salud de la literatura, cuyo principal síntoma de fortaleza inmunitaria ya sabemos que es la libertad. Me estoy refiriendo al canon literario apócrifo, es decir, aquella nómina de obras o de autores que a cada uno de nosotros, de manera personal y a veces vergonzosa, nos parecieron mejores que los canónicos. De esta manera reconozco, aprovechando este confinamiento y esta ansiedad que hace que todo me importe ya una mierda, que la prosa del arcipreste de Talavera me parece mejor que los versos del de Hita; que Boscán llega a lugares adonde Garcilaso no sabe llegar y que ni uno ni otro soportan la comparación con Fray Luis; que la poesía de Sor Juana es la síntesis del gongorismo y del conceptismo y por tanto consigue superar a sus máximos representantes; que el talento de Avellaneda no anda muy lejos del de Cervantes y que si alguien se dignara a leer con atención el Apócrifo se daría cuenta enseguida; que la obra que mejor define el Neoclasicismo es Noches lúgubres, considerada romántica por la crítica; que Rosalía da sopas con ondas al de la pupila azul; que La regenta es mejor que El Quijote y punto; que la poesía de la posguerra está en los versos de Gloria Fuertes y no en los de los otros llorones que decían que les quedaba la palabra pero tampoco hacían demasiado uso de ella; que Shakespeare es barroco y no renacentista; que la escena XII de Luces de Bohemia es demasiado larga y acabas deseando que Max Estrella termine de palmarla; que (como decía mi padre) Cien años de soledad está muy bien pero a lo mejor habría estado mejor Cincuenta años de soledad; que ni Salinas ni Guillén deben pertenecer a la generación del 27, al contrario que Neruda, aunque fuera chileno, padre execrable y presunto violador; que no existió nunca la generación del 98; que Valle-Inclán es el mejor narrador del siglo XX pero como novelista Galdós le superaba como quien come garbanzos y se echa la siesta; que Lou Carrigan y Vázquez-Figueroa deben entrar por la puerta grande la literatura a la voz de ya; que hoy publican autores a los que hace quince años les habría dado vergüenza caminar por la misma acera de una editorial. Y paro aquí porque me han entrado ganas de comerme un helado.

El nuevo canon literario, que existe desde hace tiempo pero a nadie le apetecía ponerlo en pie, nace de la evidencia de que la novela y las formas narrativas evolucionan lo mismo que evoluciona cualquier rama del conocimiento y consiguen contar, con más potencia y en menos espacio, los temas universales a los que siempre han recurrido los autores. Al nuevo canon literario pertenece Claus y Lucas, de Agota Kristof, novela de guerra y de posguerra, de infancia y de vejez, de supervivencia y de claudicación, de crueldad y de generosidad, de empatía y de anulación de todo sentimiento, de lo individual y de lo dual, de la verdad y la mentira como dos puntos de una misma recta y de la evidencia de que lo contrario de la ficción no es la realidad. Lo hace con una prosa, además, que contraviene todas las supuestas normas de la narrativa: silencios que sustituyen a las palabras, ausencia flagrante de ornamentación, cruelísimamente poética, autoconclusiva en cada capítulo y sangrantemente debatible tras su punto y final. La segunda enorme novela del nuevo canon literario es El defecto, de Magdalena Tulli. Estamos delante de una técnica milimétrica que reduce el espacio al máximo (todo se desarrolla en una plaza alrededor de la cual gira un tren), que nos ubica en un tiempo impreciso (nos suena a comienzos del siglo XX) y que eleva la voz de un narrador que no se concede ningún descanso, para construir, antes de que explotara el conflicto, una parábola universal de la tragedia de los refugiados y de la deshumanización de quienes los desprecian. Igualmente imprescindible en este canon es De boxeo, de Carol Joyce Oates, un ensayo brillantísimo acerca de la pobreza, de la necesidad de construir héroes, del ritual de la masculinidad, con el boxeo como metáfora catalizadora de todos estos temas. Seguimos con El ancho mar de los Sagarzos, de Jean Rhys, que nos da un empujón en la espalda para que entremos directamente en la literatura caribeña postcolonial y en el conflicto de la rigurosa sociedad patriarcal, de la desgarradora asimilación cultural y de los movimientos migratorios, con una protagonista que ha venido directamente de la torre secreta de Jane Eyre. Pasamos a En tierras bajas, de Herta Müller. Es la relación entre la infancia y la posguerra, entre el sistema autoritario y la sumisión como característica definitoria de la mujer, entre la brutalidad y la injusticia. Sorprende que a estos temas haya llegado a través de una prosa seca, sembrada de silencios, donde cada palabra, como sucede con la poesía, explota en una pirotecnia conceptual que aumenta su capacidad de significado a través de la connotación. Vamos ahora con Física de la tristeza, de Gueorgui Gospodínov. ¿Qué culpa tenía el Minotaruto de haber nacido con cabeza de toro y cuerpo de hombre? ¿Alguien se ha parado a pensar en la tristeza del niño Minotauro en el momento en que comprendió el encierro y la repulsa que le infligieron? Una novela brillantemente condenada al fracaso en tanto que pretende ser la novela que abarque todos los temas de la Humanidad a través del relato de lo cotidiano, con una voz renqueante y entrecortada (triste) como mímesis de las desorientadoras posibilidades de un laberinto y los vericuetos inverosímiles por los que deambularon los acontecimientos del siglo XX. Imposible olvidarnos de Cormac McCarthy, al que emparentan con Philp Roth, DeLillo o Pynchon,  a pesar de que pasa por encima de ellos como un cohete. En sus textos encontraremos la basura que habita debajo de la alfombra del ser humano, descrita como se debe describir, con exactitud y sin miedo a las palabras, mirando al horror de frente, que es la única manera de poder narrarlo después. El siguiente en la nómina es Mircea Cartarescu, autor de Nostalgia, creador de un nuevo tipo de narrador que es el personaje que al mismo tiempo es el autor. Aunque pone el foco en la infancia, en el totalitarismo, en la dimensión onírico-fantástica de la realidad, su verdadero impulso narrativo lo encuentra en ese tema que es la semilla de la que nace todo el bosque de la literatura: la huida (personal, espiritual, metafísica, del tipo que ustedes quieran). Imre Kertesz, mano perpetradora de Sin destino, la novela más sobresaliente del holocausto nazi y dedo señalador de la fragilidad del ser humano y al mismo tiempo de su capacidad de resistencia y de búsqueda, hasta en el último aliento, de la felicidad. El palacio de los sueños de Ismaíl Kadaré es el texto que sobresale de su inacabable producción novelística. Pertenece a ese tipo de narrativa que expone un conflicto que es la sublimación de otro mayor, en este caso, el escalofrío de saber hasta qué reducto escondido del individuo es capaz de inmiscuirse un sistema totalitario para que sus engranajes sigan funcionando. Reivindicación del conde Don Julián, de Juan Goytisolo, antiespañola, desmitificadora y vengativa, oro puro en cuanto audacia en su técnica narrativa, debe ser el manual a seguir por todo aquel novelista que ya se haya aburrido de lo de siempre. Maryse Condé y su novela Segu nos devuelven a la literatura caribeña y hunde el cuchillo en la carne del racismo, de las violencias machistas y de las raíces culturales. Lo mejor de Kenzaburo Oé es La presa, que en una hora de lectura nos explica, como un mazazo en la mitad de la frente, qué significa ser el otro en una humanidad que se mira el ombligo y teme a lo que hay más allá de su pueblo. Stanislav Lem escribió la gloriosa Solaris, una novela de ciencia ficción que demuestra que la ciencia ficción es un género imposible en sí mismo. La portuguesa Maria Gabriela Llansol, el punto y final de la narrativa tal y como la conocemos y la subversión absoluta de toda etiqueta que la pudiera clasificar. Y por último, a pesar de haber sido escrito en el más remoto de los tiempos, quiero mencionar El Eclesiastés, también llamado Qohélet, uno de los libros del Antiguo Testamento, de apenas 30 páginas, donde ya podemos encontrar la gigantografía del ser humano (de su alma y de su cuerpo) y la tierra fértil, explayada hasta el infinito, donde los demás autores han ido plantando lo suyo. Termino aquí y dejo la puerta entreabierta por si acaso decido incluir a un puñado de novelistas que todavía estoy leyendo.

No nos debe sorprender que los autores más sobresalientes y más rompedores de este nuevo canon literario sean autoras. Lo que nos habría debido sorprender es que no lo fueran. Las novelistas, acostumbradas a pasar desapercibidas para los editores, para los lectores y para la crítica (y, más sangrantemente, para los colegas), han tenido la posibilidad de escribir en absoluta libertad, lo cual se traduce en escribir de lo que querían y como les daba la gana, lo cual, a su vez, favorece el descubrimiento de nuevos lenguajes y nuevas estructuras narrativas, muchas de ellas brillantes y arriesgadísimas. La segunda razón está aún más relacionada con el tema de este texto al que ya le van sobrando palabras: la génesis y descripción teórica de los géneros literarios fue una actividad meramente masculina, como queda demostrado en los nombres de sus máximos exponentes, de manera que las autoras, no reconociéndose en la rigidez de los géneros impuestos, los transgreden, los ignoran, los rasgan por las costuras y se dedican a lo que todo autor debe dedicarse por encima de todo lo demás: crear.

Morir queriendo morirse

La vida del ser humano es apenas el parpadeo de una luz que se enciende de repente entre esas dos infinitas oscuridades que son el antes de nacer y el después de morir. Es un instante tan miserablemente pequeño, que en ningún caso podemos identificar la vida con la existencia porque lo que existe, lo que de verdad es real y perdura, es la oscuridad, mientras que lo otro (la vida de cada uno) es una muesca en la penumbra, una falla en el negro armazón del tiempo, una mentira, una ficción, un sueño. Nos han enseñado a temer aquello que no vemos y apenas sospechamos y la literatura, que es el reloj y el termómetro de la Humanidad, lo corrobora con cientos de intentos de alejarse de la vida sin terminar de abandonarla: la locura, la ensoñación, la ebriedad, el recuerdo, la drogadicción, el misticismo…

En los siglos XX y XXI nos empezamos a dar cuenta de que no importa que la gente se muera si esa gente que se muere no se quiere morir. El verdadero problema es que la gente se muera queriendo morirse porque eso atenta frontalmente contra el mecanismo de poder que mejor funciona para terminar de doblegarnos, es decir, el miedo. Esa es la razón por la que se callan cuando cientos de miles de personas gritan de desesperación antes de ahogarse en el mar Mediterráneo y sin embargo se echan las manos a la cabeza y alzan la voz cuando Ángel le concede a María José el deseo de morir.

El miedo a la muerte por parte del ser humano es fundamental para que los sistemas de gobierno se sostengan. La eutanasia (junto al feminismo) es el ejército mejor armado de todos cuantos están al servicio de la libertad. No es solo que para morir únicamente haga falta estar vivo, sino que para vivir hay que (posterior e inexorablemente) morir. Si tanto esfuerzo imprimimos en vivir feliz, digna, libremente, ¿por qué no legislamos para feliz, digna, libremente morir?

Cuando, llegado el trance de la muerte, cualquier ser humano pueda tenderse en una cama limpia, rodearse de sus amigos, oír la música que más le gusta y acabar, será el momento en que los grandes rabadanes que escriben la historia a su antojo se echen a temblar porque el ser humano habrá perdido el miedo a la muerte y eso le habrá hecho dar un paso de gigante hacia la libertad y ya sabemos que no hay gobernante que sostenga la aguda mirada de la libertad sin convertirse en una estatua de mierda.

¿Qué miedo puede tener alguien que ya no teme a la muerte? ¿Puede toda una generación de personas que no temen a la muerte tener miedo a las amenazas del poder, a enfrentarse a las porras de la policía, a detener los abusos, a rebelarse contra el injusto, a gritar la verdad, a exponerse? No es ninguna casualidad que los gobiernos de las banderas y los gobiernos de las sotanas y los gobiernos de las hipotecas, que son los que prosperan con el miedo de la gente, sean contrarios a la muerte en paz de los demás.

Dos pensamientos por violador

 

1.- Somos la mitad de toda la Humanidad y a partir de ahora, cuando nos queramos maquillar, deberemos hacerlo con pinturas de guerra. Pensad que nos han disparado a quemarropa y nos quieren hacer creer que no es violencia, sino la natural superioridad de la bala contra la carne.

2.- Nosotras les diremos qué es la violencia. Cualquier acto, por rabioso que sea, se justifica en nombre de la libertad. Y hace muchos siglos que no somos civilmente libres. Hace muchos miedos que las mujeres estamos en lucha. Hace muchas violaciones que no sabemos qué puta cosa es esa de la justicia.

Por eso:

3.- Atravesemos una lanza de hierro en la rueda que mueve el mundo. Que los vientos se detengan sobre los campos y que se necrose el corazón de barro de la ciudad. Entonces soltaremos la tiza en mitad de la clase: Colgaremos el teléfono en mitad del recado: Cerraremos la tienda en mitad del mediodía: Nos quitaremos la toga en mitad del juicio: Cancelaremos la reunión en mitad de la reunión. Y saldremos a tomar las calles. Nos gustaremos cuando gritemos porque estaremos presentes.

4.- Hay que cortar las calles con tijeras. No puede quedar un solo cristal que no esté roto. Conviene clavar cuchillos en las paredes de los ministerios. Con el hilo del ovillo ya no se cose; con el hilo del ovillo se sutura.

Guerra.

5.- Persigamos a los juezos. Que no quede periodisto con cabezo. Desprecio y olvido a los artistos que se callan. Bolas de algodón en el garganto de los portavozos. Empujones a los líderos que se suben a nuestro carro y que las ruedas de nuestro carro los partan en dos. Escupitajos en el boco de los cobardos que nos aconsejan prudencio y contención.

6.- Saquemos en procesión a la Virgen Pura del Coño Irredento. Llenemos las iglesias con la Imagen Sacrosantísima del Clítoris Insumiso. La sangra de cada mes derramémosla hoy. Y hágase nuestra voluntad. Porque las ojas de la Hertoria nos están mirando.

7.- Al final de nuestra mecha está la bomba universal cuya onda expansiva reconstruirá el mundo como Dios Vuestro Señor debió haberlo construido: Borrando fronteras, acercando idiomas, hermanando a las razas, encarcelando para siempre a los violadores.

8.- Nos quieren solas, pero una millona de millonas de soledadas suman una ejércita invencibla. Nos quieren calladas, pero una millona de millonas de silencias es un estruendo que les destrozará los tímpanos. Nos quieren sumisas, pero no hay vozo de mando que aglutine una millona de millonas de obediencias.

9.- No estamos en el ojo del huracán: Lo somos. Construimos cada día el siglo XXI. No existe mayor libertad que la de la mujer sin miedo. Ni mayor fuerza.

10.- Tu grito es la piedra pequeña que provoca el alud. Nos estamos desbordando por el vaso que no admite una gota más.

No queremos mujeres de espaldas.

Queremos

una francotiradora

en cada azotea.

Sobre la portavoza y el Appendix Probi

En segundo de carrera, para aprobar la asignatura de Latín Vulgar, teníamos que hacer un trabajo sobre el Appendix Probi, un palimpsesto del siglo IV que recoge una larga lista de errores del latín escrito, que ya iba deformándose para dar lugar al latín vulgar, que después se descompondría en todas las lenguas romances, de manera que la mayoría de esos errores imperdonables, merecedores de un dedo de fuego que los señalara, acabaría convirtiéndose en una regla estándar. La semana pasada, después de veinte años, he vuelto a leer acerca del Appendix Probi. Lo mencionaba un periodista para echar por tierra, como quien mata moscas a cañonazos, la creación y el uso del término «portavoza». No ha sido el único. Yo también me he visto intentando explicar por qué no hay lugar en el lenguaje para engendros morfológicos como «miembra», aduciendo su origen latino neutro (membrum) y su nominativo plural (membra). Otros filólogos decían que la palabra «portavoz» se formó a través de la composición de dos palabras, «portar» y «voz», siendo «voz» un término femenino, lo cual demuestra la inutilidad de añadirle la flexión de género. Algunos escritores intentaban convencer a sus lectoras (a través de una pirueta conceptual) de que estos inventos lingüísticos, lejos de feminizar el idioma, lo hacían más machista. Los académicos de la RAE han sacado la cabeza por la ventana y se han puesto a dar gritos, explicando que la evidencia del género gramatical se encuentra en los determinantes y en los adjetivos, añadiendo, para zanjar la cuestión, que estas discusiones no conducen a nada. Y las redes sociales y las conversaciones de cafetería se han llenado de términos irónicos como «taxisto», «futbolisto» o «ajedrecisto», intentando demostrar que rechazar la palabra «portavoza» por abrir la puerta a posibilidades lingüísticas raras, es un argumento sin fisuras.

         Las voces lingüísticas más o menos autorizadas, en este caso, no tenemos nada que decir, es más, estamos demostrando, con nuestras menciones a Lapesa, a Dámaso Alonso y a Menéndez Pidal, que no hemos entendido que lo que está pasando va mucho más allá del lenguaje. Recuerdo que, en la universidad, el profesor de Andrés nos decía que bastaba que alguien nos dijera «Hola, ¿qué tal?», o que pronunciara delante de nosotros la palabra «Caballo», para que esa persona se metiera dentro de nuestra cabeza, sin que nosotros pudiéramos hacer nada por evitarlo, ya que el lenguaje es la puerta que comunica directamente con el pensamiento. Cuando las voces feministas crean términos nuevos y los empiezan a usar, nos están metiendo hasta el fondo de la conciencia (que es hasta donde llega el lenguaje) las razones y el desgarro de su lucha social. Esa «–a» de la palabra «portavoza» no significa solamente que sea el femenino del término «portavoz», sino que existe un movimiento feminista que se ha subido a lo alto de la montaña, ha hecho bocina con las manos y ha gritado a los cuatro vientos que morirán (en el caso de que no ganen) luchando por sus ideales de justicia, y que su estrategia más poderosa es empezar a apropiarse del lenguaje, porque (repito) apropiándose del lenguaje, se apropian de todos nosotros. Me imagino a un profesor de lengua del año 2.200 escribiendo en la pizarra la palabra «portavoza» y explicándoles a sus alumnos que ese término no responde a la evolución natural de la historia de la lengua, sino que fue uno de esos términos acuñados a partir de la revolución feminista de comienzos del siglo XXI, junto a «machirulo», «señoro», «concierta», «feminazi», «profesoro», «escritoro», «miembra», «pollavieja», «empoderamiento», «tetófobo», «sororidad», «micromachismo», «femicidio», «mansplaning», «heteropatriarcado», «techo de cristal»…

Valle-Inclán, hace poco más de un siglo, nos advertía de que el lenguaje nos aprisiona y de que nuestra obligación es adiestrarlo a él antes de que él nos someta a nosotros, lo cual equivaldría (¿hace falta decirlo?) a someter nuestro pensamiento. La revolución feminista, como toda revolución, debe romper las reglas establecidas e imponer otras nuevas. Lo importante de términos como «señoro» (hombre despreciable y machista) o «profesoro» (profesor antediluviano que enseña a sus alumnos en clave machista) o «escritoro» (escritor anclado en un pensamiento conservador) es el uso de esa «–o» que, más allá de su significado léxico de género masculino, carga la palabra de un duro matiz feminista y crítico. Por eso, en el caso de que triunfara la palabra «portavoza» (o cualesquiera otras, creadas con el mismo espíritu), sus futuros usuarios, en el momento de pronunciarla o de escribirla, activarían en su subconsciente ese aliento feminista con el que nacieron, igual que en la palabra «caldo» está la presencia remota de «calidum-cálido», o en «hastío» el «fastidium-fastidio», o en «soltero» el «solitarium-solitario», o en «hueste» el «hostem-hostil», o en «siervo» el «servum-servicio»…, de manera que los ideales y las reivindicaciones de la lucha feminista, a través del inmejorable vehículo del lenguaje, habrían entrado en la conciencia de los hablantes. Y habrían dado el jaque mate a esta partida, cuyo desenlace, debido a la lentitud con la que se abre camino la lengua dentro del tejido social, nosotros nunca veremos.

No tengo muy claro, sin embargo, por qué algunos jóvenes políticos, subiéndose al carro del feminismo en busca de votantes/de votantas y de una imagen moderna, han cargado contra la RAE por el hecho de que en las páginas del Diccionario aparezca la acepción «mujer fácil», como si la RAE, en lugar de registrar los términos que usan los hablantes, se dedicara a inventárselos y a propalarlos. Me sorprende que, de una manera tan flagrante, se confunda al amigo con el enemigo. Si la RAE publica esa entrada es porque se usa, porque se escribe y porque está documentada, y si eso es así, es porque el uso del lenguaje, efectivamente, puede ser machista, y si lo puede ser, es porque nosotros (los que decidimos su uso) también lo podemos ser y de hecho, lo somos. Creo que la lucha que el feminismo debe librar con la RAE debería estar enfocada en conseguir que, delante de esas acepciones, se añada una explicación del tipo «Uso machista», de la misma manera que en la entrada «gitano», en su acepción de «trapacero», se especifica que su uso es discriminatorio, es decir, de trato desigual por motivos sociales, políticos, raciales, religiosos o de sexo.

Hace poco tiempo oí decir a la cantante de un grupo feminista que ellas no daban conciertos, sino conciertas, y se me hizo la boca agua, imaginándome que triunfa este tipo de desgarramiento lingüístico (añadir la flexión de género femenino a un sustantivo para especificar que son mujeres las que lo llevan a cabo) y surgen palabras como la viaja (viaje solo para mujeres) o la trabaja (empleo solo para mujeres) o  la taxa (taxi solo para mujeres [y niños], que ya los hay, por cierto). No es que crea que esto es lo que acabará pasando, sino que creo que es lo que deberían hacer: abrir las ventanas del lenguaje y hacer que el aire feminista ventile sus estancias hediondas porque de esa manera, también, estarán oreando y dando oxígeno al pensamiento de los que tienen que pensar.

 

 

Por qué Gloria Fuertes

Gloria Fuertes pertenece a ese grupo de artistas, no ya en vías de extinción, sino a punto de desaparecer, que dicen lo que piensan y que después de decir lo que piensan, defienden lo que han dicho y por último y como consecuencia de lo anterior, reivindican lo que son.

Y afrontan las consecuencias.

Claro.

Gloria Fuertes decía que ella no habría sido poeta si la guerra civil no hubiera llegado a estallar. Es una forma de explicar (a los que saben/a lo que quieren/a los que están dispuestos a entender) que su poesía hablará del horror, de la injusticia, del dolor, de la soledad, de la muerte, de todos aquellos temas de los que habla, en España o en cualquier otro país del mundo, una literatura crítica de posguerra.

Falta el componente social.

Ahora voy.

Los autores de la primera generación de posguerra pasaron de la angustia existencial a un supuesto compromiso social. Hablaban de denunciar y de dar testimonio. Gritaban a los cuatro vientos que habían dejado el Yo poético (el existencialismo que se mira el ombligo) y habían abrazado el Nosotros social (el poeta como portavoz del dolor del pueblo, del que forma parte y con el que se identifica). Decían: «Un día comprendí / y rompí todos mis versos» o «Doy todos mis versos por un hombre en paz» o «Maldigo la poesía concebida como un lujo cultural por los neutrales / que lavándose las manos, se desentienden y evaden» o «Escribo / hablando» o «Me queda la palabra» o «Pido la paz y la palabra». Estaban convencidos de que la poesía era un arma cargada de futuro y de que tenía una utilidad práctica, es decir, que podía volcar la realidad y construir una sociedad más justa y sobre todo, en paz. A Gloria Fuertes todo esto le parecía muy bien, pero no debía de entender que, al tiempo que se daban estos golpes de pecho, anduvieran contando las sílabas de los sonetos, la resonancia de la rima y el impacto del encabalgamiento.

¿Y los acentos del verso libre?

Tampoco.

¿Y la metapoesía social, esa masturbación a dos manos en la que el autor habla de su poesía para decir lo que va a hacer con ella?

Tampoco.

Gloria Fuertes, sencillamente, decía que el poeta, en lugar de contar las sílabas, debía contar lo que pasa en el mundo. Gloria Fuertes, en lugar de regodearse en el objeto artístico, en lugar de dejarse atrapar en el pegamento del recurso literario (que da como resultado [siempre] una poesía hermética y de digestión pesada), como hacían algunos compañeros de generación («Para el hombre hambreante y sepultado / en sed, salobre son de sombra fría», donde se preocupa más de la aliteración, del encabalgamiento y del hallazgo expresivo, que de la persona como núcleo del problema social), prefería nombrar los males que hacían daño al ser humano de la posguerra, utilizando las palabras más sencillas, la expresión poética más comprensible, sin olvidar (nunca, nunca, nunca) que el camino literario hacia la sencillez es el camino más largo, más arduo y que requiere más talento.

Y más paciencia.

Sí.

Y es aquí cuando Gloria Fuertes rechaza (nunca se le había pasado por la cabeza) pasar de puntillas sobre la gangrena de la España de posguerra ni mucho menos (¿qué despreciable tipo de artista sería?) abordar el tema de manera general (de nuevo, los autores de su generación diciendo «Para el mundo inundado / de sangre, engangrenado a sangre fría», donde la perspectiva distante, generalizadora, permite al poeta (¡social!) lavarse las manos), decide hablar en sus versos de feminismo, de homosexualidad, de transexualidad, de prostitutas, de obreros, de mendigos, de la destrucción de los niños, de Franco, llamándolo a todo por su nombre, huyendo de los velos confundidores de la retórica poética.

Para eso hace falta ser valiente.

No. Para eso hace falta ser poeta.

El resultado, por supuesto, fue la marginación y el desprestigio. Las mentes renqueantes que no entendían sus versos, pensaban que los escribía una niña (que eso lo hacía cualquiera) y los que sí entendían sus versos, preferían no explicárselos a los demás. Que cayera el silencio sobre los versos de la gran poeta. Que la gran poeta, inerme ante la triple entente de la envida, del miedo y de la mediocridad, acabara siendo una risible y no más que entrañable poeta de niños. Pero la literatura (la calidad literaria) es una de las pocas armas para las que el tiempo no conoce ningún escudo, de manera que Gloria Fuertes puede estar ahora masticando tierra, pero su poesía (por esa cosa tan rara que a veces sucede y que se llama justicia) está subiendo a las alturas de las que nunca debió bajar y desde ahí arriba dará sombra a los nuevos poetas y oscurecerá (hasta convertirlos en un agujero negro) a los rancios autores que saben que tendrían que vivir mil vidas para escribir una frase que tuviera la misma calidad que el peor verso de Gloria Fuertes.

Háblame de su poesía.

Voy.

El problema de Gloria Fuertes está en algunos lectores. Está bien que se abran talleres de escritura creativa para los que quieren aprender a escribir, pero mucho mejor estaría que se abrieran talleres de lectura creativa para todos aquellos que quieran aprender a leer literatura, porque la literatura (mucho menos la poesía) no es fácil de leer y además, a los poetas, no se les mide en versos, ni siquiera en poemas (igual que a lo narradores no se nos mide en párrafos o en capítulos), sino en libros, porque cada poema, cada verso, cada palabra, está al servicio de un todo, de una visión del mundo que quieren compartir.

¿Y qué quiere compartir Gloria Fuertes?

Llama la atención cómo, desde el principio de su producción poética, Gloria Fuertes se compara/se identifica con la tierra, con la Naturaleza. Esto no es ninguna novedad en la poesía. Ya lo hacía Pablo Neruda. La diferencia está en que la mujer, para Neruda, era lo mismo que la tierra porque el hombre planta en ella su semilla y ella le entrega el fruto («Mi cuerpo de labriego salvaje te socava / y te hace saltar el hijo del fondo de la tierra»), llegando al extremo de asegurar que la mujer existe para el hombre («pero estás tú / estás para dármelo todo / y a darme lo que tienes a la tierra viniste»). Gloria Fuertes se define a sí misma como una isla ignorada (no ignorante, de hecho, los ignorantes son los que hacen de ella una isla ignorada), de donde se desprenden los temas de la soledad y de la marginación («en el centro de un mar que no me entiende / rodeada de nada»), pero sabe (ensayando una pirueta que la aleja de la tristeza y la autocompasión) que las islas ignoradas son, precisamente, las más misteriosas, las que tienen aves y fieras que miran dulcemente y flores venenosas y arroyos que suenan como si fueran poetas y volcanes dormidos y «quizás haya un tesoro muy dentro de mi entraña». Gloria Fuertes, como mujer, como artista, como homosexual, como feminista, como pacifista, como antifranquista declarada, siente/sabe que está siendo apartada más allá de la última cuneta, pero su identificación con la tierra no es casualidad y resiste porque no le queda otra solución y sabe que incluso en las condiciones más adversas, conseguirá florecer. Dice «Me dislocan la cabeza para que mire atrás / y yo quiero mirar hacia delante» y luego «No puedo detenerme / perdonad, tengo prisa /  soy un río de fuerza, si me detengo / moriré ahogada en mi propio remanso». Y cuando dijo aquel verso famoso «Pensé en tirarme al metro / y acabé tirándome a la taquillera» no pretende hacer un chiste a partir de la polisemia del verbo tirarse, sino mirar a los ojos de la sociedad y decirle que ha decidido superar la depresión a partir de perseverar en el mismo comportamiento que la sociedad le censura, en este caso, la homosexualidad. Eso se llama valentía, eso se llama libertad y eso se llama reivindicación de uno mismo.

¿Algo más sobre la tierra?

Sí.

«El corazón de la Tierra / tiene hombres que le desgarran», «Cuando entierran en ella / niños con metralla / le dan arcadas». Nos damos cuenta de que el aparato retórico de Gloria Fuertes no está en el malabarismo semántico ni en la metáfora exquisita. La tierra es ella, la poeta. Tiene corazón, igual que la tierra. Ambas son buenas («Lo primero, la bondad. Después, el talento. Lo demás es cuento») y el comportamiento del ser humano, por detestable (no olvidemos la guerra y la posguerra)  le rompe el corazón. A los niños asesinados en la guerra se los entierra. Y enterrarlos es meterlos dentro de la tierra. Obligar a la tierra a que se los coma. Y eso, a la tierra, le da arcadas porque le da asco lo que está pasando, lo que el ser humano está siendo capaz de hacer. Vemos que las imágenes son potentísimas y debemos darnos cuenta de que el poema resulta efectivo porque el lenguaje es directo (no fácil) y no se mira a sí mismo.

Uno de los primeros errores del poeta.

Eso es.

La poesía, para Gloria Fuertes, es hablar claro. Y hablar claro, en la posguerra, es saltar en manos de la censura y dejar que te despedace. Gloria Fuertes dice «El crimen a sangre fría / duró tres años / Ese horror lo vivía día a día / en plena juventud / Tuve hambre y frío / muriendo y conviviendo / con el cadáver de mi alegría». ¿Algún adjetivo? ¿Alguna llamada de atención a la brillantez de su poesía? No. Tan solo la verdad. La claridad expresiva. Y para los lectores de poesía, la paradoja de los tres años de un crimen a sangre fría, el robo de la juventud de una mujer, a la que le están quitando lo más valioso que tienen esos años: la alegría. Y la reducción de la vida a lo básico: no morir ni de hambre ni de frío.

¿Se puede hablar más claro?

Sí.

La claridad expresiva y expositiva de la poesía de Gloria Fuertes llega (premeditadamente) a límites que rozan con el sarcasmo. Si no se le entiende a partir de este tipo de poemas, no le queda más remedio que usar el lenguaje de los niños (eso lo entendemos todos, ¿no?) y la perspectiva del cuento tradicional (esos nos lo sabemos todos, ¿verdad?). Y dice, «Un día que tenga tiempo / os contaré la aventura de mi infancia / con el lobo Franco». De nuevo el robo de su infancia. La culpable fue la guerra. Y por encima de ella, el dictador. Y continúa: «Yo era una Caperucita roja en zona roja (…) / Mandó su jauría / y me detuvo en la Gran Vía / Los criados del Lobo / me metieron en prisión / Me mordisquearon a gusto / por poco me muero del susto / En el bosque de cemento / pasé un miedo atroz / Yo era una Caperucita Roja / y Franco un Lobo Feroz». Hay lectores que detectan el tono infantil y les empieza a bailar por la cabeza la palabra banalidad, si la conocen. Otros lectores detectan la palabra jauría (agresividad, violencia, irracionalidad), criados (siervos, esclavos) del Lobo, mordisquear (torturar) a gusto (impunidad), morir (morir) de susto (de miedo atroz, como dice luego), feroz (desliguemos la palabra de la palabra Lobo y detengámonos en su verdadero significado). A lo mejor es que a veces, para entender, hace falta que nos hablen como a niños.

Habla de los niños.

Y termino.

Gloria Fuertes no tiene una cara A y una cara B. La poesía de Gloria Fuertes no se divide en poesía para niños y poesía para adultos. La poesía para niños de Gloria Fuertes es una consecuencia de la poesía social de posguerra. Su generación no dejaba de pregonar que la poesía era un arma cargada de futuro, que la poesía servía para algo y que ellos eran los poetas que pedían la paz. Todos ellos acabaron desengañados. Todos ellos dedicaron sus últimos trabajos a expresar el desengaño de que la poesía, al final, no cambió nada. Gloria Fuertes los miraría y estaría pensando: ¿Y qué habéis hecho vosotros con la poesía para que cambie nada en la sociedad? Ella compartía la idea de que la poesía es un arma cargada de futuro, pero en lugar de pensar en el ser humano adulto, pensó en el niño, porque el futuro está en el niño. La poesía infantil de Gloria Fuertes tiene el objetivo de que el niño quiera leer, de que al niño le guste la lectura, de que miles y miles de niños deseen leer poesía. Ella pensaba que el niño que lee poesía (el niño que lee) será un adulto que piensa, un adulto al que no le engañan, un adulto al que nadie va a manipular, un adulto que ama la paz y que no volverá a llevar a su país a una catástrofe de sangre y de odio. Los de mi generación hemos crecido con la sintonía de Un globo, dos globos, tres globos y de La cometa blanca, dos programas de televisión por donde andaba la inspiradora sombra de Gloria Fuertes. Ha sido la única poeta de posguerra que se ha mantenido firme en sus deberes sociales y que de verdad ha defendido y ha dado voz a los que necesitaban defensa y a los que necesitaban ser oídos. La siguiente generación de posguerra, la de la experiencia, diluye la denuncia social y prefiere hablar de sus vidas, tocando temas como la amistad, los viajes, el amor, los estudios…, dejando la guerra y la posguerra como el marco inevitable en el que se desarrollaban esos temas. Y la siguiente generación de posguerra, la de los Nueve Novísimos, se ocupan del culturalismo y se dejan influir por las vanguardias, dejando claro que todo lo anterior a ellos se la suda.

Por eso, Gloria Fuertes.

Crítica versus Literatura

  Stanislaw Lem escribió Solaris y eso ya es suficiente para que uno (un escritor) se vaya a la tumba tranquilamente y con la sensación del deber cumplido. Stanislaw Lem consiguió el más difícil todavía/el sueño de cualquier creador de la palabra, es decir, escribir una novela que suponga la obra cumbre de un género literario y (al mismo tiempo) su destrucción.

 Solaris es un planeta que está a millones de años luz del Sistema Solar, pero lo más importante no es eso, sino que (además de ser un planeta) es un organismo vivo e inteligente, formado completamente de agua. El hombre construye una estación espacial en Solaris y dedica todo su esfuerzo/todo su tiempo/todo su dinero en intentar comunicar con él. Pero Solaris es incomprensible/indescifrable. No se inmuta cuando le lanzan decenas de bombas nucleares y (sin embargo) levanta olas montañosas/olas rabiosas/olas asesinas por el mero hecho de que una pluma haya rozado su superficie. A veces Solaris te acaricia los dedos como un perro que lamiera la mano de su amo y esa misma noche la conciencia de Solaris entra en tu pensamiento y te arrastra (dolorosa/irremediablemente) a los páramos de la locura, de donde solo puedes salir a través de la puerta (siempre abierta) de la muerte. 

La solarística es la ciencia que estudia Solaris y Solaris, es decir, el planeta y la novela. Hay millones de millones de páginas escritas (archivadas en varias bibliotecas borgianas) que defienden una teoría y la contraria/que vuelven a dar sombra donde ya parecía que había algo de luz/que desprestigian a todos los investigadores anteriores/que mienten deliberadamente en busca de un mísero gramo de notoriedad. Dice el narrador: «Si el ser humano todavía no ha aprendido a comunicarse entre sí, ¿cómo va a comunicar con una criatura como Solaris?» 

Stanislaw Lem (en una de las piruetas más brillantes de la historia de la literatura) nos explica que no podemos contactar con Solaris porque (sencillamente) es de otro mundo y nuestras estructuras de comunicación (el lenguaje, la conexión de ideas, las representaciones mentales) pertenecen a este. Nuestros sentidos no están preparados/programados para captar la realidad de un planeta que no sea el nuestro/de una forma de vida que no sea la nuestra. Decimos que Solaris está formado de agua pero a lo mejor/lo más seguro es que no sea agua, sino otra cosa que no sabemos ni nombrar ni mirar y que solamente podemos mencionarla si la comparamos torpemente con alguna realidad de nuestro alrededor. Algo parecido a lo que hacía Cristóbal Colón en sus Diarios, donde (intentando describir el Nuevo Mundo) hablaba de perros con cuernos o ratas con plumas. Solaris se dirige al ser humano mediante unos códigos que nosotros no conocemos y (cuando le preguntamos) nos da la misma respuesta que nosotros damos a la cucaracha que recorre el borde de nuestro zapato. 

La pregunta que debemos hacernos (entonces) es la siguiente: ¿Habrán leído Solaris los críticos literarios? Y si lo han leído, ¿no se han dado por aludidos? ¿Se han dado cuenta de que esa novela es también un dedo que sale de las páginas y los señala directamente a ellos?

El escritor/cada escritor debería preguntarse a sí mismo si sería capaz de vivir si le prohibieran escribir y cuál es verdadero origen de su última creación. La actividad literaria es un impulso introspectivo que se mueve desde dentro hasta más adentro todavía. Mienten/no saben de qué hablan los que dicen que escribir implica sacar al exterior algo/no sé qué/lo que sea que los autores llevan dentro. Es al revés. Cada proceso creativo significa/implica una excavación sistemática (dolorosamente a ciegas) en la tierra de uno mismo en un intento desesperado por encontrar las sales minerales de las que se alimentan los árboles del bosque que somos, la mayoría devorados por los hongos o abatidos por los rayos de la última tormenta. 

La relación del escritor con la literatura es la misma que la del loco con su locura. Gritamos por la noche porque vemos que los monstruos se acercan a los pies de nuestra cama, pero (al mismo tiempo) comprendemos que son nuestros monstruos y que si en una mano llevan un látigo, en la otra portan una luz. El loco/el escritor es la voz que oyes cuando juegas a la ouija, la que te dice que hay algo que no conoces en el reverso de lo que ves, la que mueve los objetos que (según las leyes de tu mundo y para el descanso de tu conciencia) deberían quedarse quietos. 

La literatura es el idioma universal del género humano y se entiende como se entiende un llanto/como se entiende una risa/como se entiende un beso/como se entiende la muerte. No existe ningún nivel de lenguaje que sea capaz de penetrar en la creación artística y describirla desde dentro/desde donde nace. La crítica literaria es el esfuerzo más banal de todos los que es capaz (llevado por su egocentrismo) de emprender el hombre. 

Se habla del endiosamiento del artista, pero no existe mayor egocéntrico/mayor exhibicionista/mayor masturbador que el crítico literario, que cree que puede atrapar lo que nace de la bruma/que puede juzgar lo que está exento de leyes/que puede valorar al hombre que (en el momento de escribir la primera letra) ya subió al pico más alto de la cordillera del valor. 

Las reseñas literarias manejan el tractor lingüístico del me gusta/no me gusta, del recomiendo/no recomiendo, del lo leí de una sentada/lo tuve que dejar a la mitad, del me identifiqué con el protagonista/no me identifiqué con el protagonista, del puto amo/el maestro del género, del conocí al autor tomándome unas cervezas/por qué no conocía todavía al autor, mientras la novela, sentada en el banquillo de los acusados, se pregunta si lo que cubre el cuerpo de su juez es una toga o simplemente una manta de pelo sintético. 

Si la novela se asomara a su propia reseña vería con estupor que le han otorgado un valor numérico que puede ser 9/10, 7/10, 6/10, sin saber nunca qué es cero y qué es diez ni si es mejor que sea cero o que sea diez porque a lo mejor un cero es Joyce y un diez es Coelho, o un cero es un premio Planeta como Camilo José Cela o Dolores Redondo y un diez es un premio Planeta como Dolores Redondo o Camilo José Cela, o un cero es que te mereces que te tiren a la basura por cerdo y depravado (como me pasó con Te quiero porque me das de comer) y un diez es que te den un premio en la Semana Negra de Gijón por la calidad de tu prosa (como me pasó con Te quiero porque me das de comer) y si eso es así, yo me pregunto: ¿qué cojones es un cinco? 

Los críticos literarios tienen que haber leído la novela Solaris y tienen que odiar el planeta Solaris porque les está demostrando que no se puede hablar de una creación que no has visto nacer ni sabes por qué ha nacido/que no hay escaleras que lleguen al cielo/que una cosa puede ser la cosa misma y su contraria y al mismo tiempo algo que no es ni una cosa ni otra. El hombre empieza a ser escritor cuando rompe la silla contra la pared/cuando le sobreviene el llanto delante de un párrafo/cuando se viste de luto por la muerte de uno de sus personajes. Por eso el crítico literario no tiene que haber leído, sino que tiene que saberse de memoria Cartas a un joven poeta, de Rainier Maria Rilke para entender de una vez por todas que una novela es buena si nace de la necesidad y que su valoración se encuentra en la forma en la que se originó. 

El verdadero escritor hace caso omiso de toda esta sinfonía de instrumentos desafinados porque sabe que la manera más fácil de entorpecer su propia evolución es mirar al exterior y esperar de los demás las respuestas a unas preguntas que tan solo puede responder nuestro sufrimiento más profundo en el momento de máxima soledad. El verdadero escritor lee de reojo lo que han escrito acerca de su novela porque sabe que los términos de la crítica son los menos indicados para inmiscuirse en el trabajo artístico porque (a diferencia de lo que nos quieren hacer creer) no todas las cosas pueden decirse y de hecho la literatura es eso, la nave que desciende a las simas del hombre, donde jamás ha llegado palabra alguna. 

La literatura pregunta y pregunta hasta que quedan extenuadas todas las palabras y entonces comienza a preguntar con mayor intensidad. Suena en el reloj la hora de la angustia y entonces todos los escritores del mundo se sientan a escribir y saben que lo que tienen que hacer, tienen que hacerlo solos. La literatura es la expresión máxima de la libertad/de la responsabilidad del hombre, de manera que el afán de la crítica es inane de la misma manera que es inane el esfuerzo de una jaula por salir volando detrás de un pájaro. No hay diferencia entre el escritor y lo que escribe. Cuando un libro toca a un hombre, todo el hombre se convierte en libro y quizás (mediante el ensalmo de la lectura) el libro también acabe encarnándose en hombre. La crítica literaria debería enfundar la pluma o al menos cambiar el color de su cartucho, ya que no hay lógica que resista/que no se derrumbe ante el maravilloso delirio de un hombre que sabe escribir.

Sobre Dario Fo y Bob Dylan

El mundo se convulsionaba tras el premio Nobel de Literatura a Bob Dylan y yo (fue lo primero que se me vino a la cabeza) me acordé del Quijote y (más concretamente) de la aventura de los batanes. A Don Quijote y a Sancho Panza se les echa la noche en medio del bosque y comienzan a escuchar unos golpes atronadores, unos golpes que levantan el suelo y alborotan las copas de los árboles. Don Quijote le explica a Sancho Panza que ese sonido colosal que están oyendo es la evidencia de que anda muy cerca el gigante más horrible de todos cuantos deambulan sobre la costra de la tierra, con el que tendrá que entrar en desigual batalla y al que tendrá que arrancar la vida (como corresponde a un caballero andante) en cuanto empiece a amanecer. Sancho Panza echa mano de todas las tretas y de todas las excusas que es capaz de inventar para no seguir adelante, pero (ante la terquedad/la determinación de su amo) acaba resignándose a su suerte/a lo que le depare el destino. Don Quijote y Sancho Panza (bajo la única luz de las estrellas) se meten dentro de un arbusto y escuchan (uno al lado del otro/uno abrazado al otro) los estremecedores rugidos del gigante. Sancho Panza no puede contener el miedo que se le agarra a las tripas y se caga en los pantalones. La peste se reconcentra dentro del arbusto y Don Quijote y Sancho Panza tienen que esperar la llegada del amanecer con un pañuelo en la boca/con una pinza en la nariz.

Pero sale el sol y Don Quijote y Sancho Panza asoman la cabeza por encima del arbusto y descubren que los gritos horripilantes no proceden de ningún gigante, sino de la rueda hidráulica de un batán, que golpea los tejidos contra la corriente del río. Sancho Panza rompe a reír y (después de unos momentos de indecisión) contagia su risa a Don Quijote y es precisamente en esa risa en lo que nos tenemos que fijar porque no es la risa que nos desahoga del miedo que hemos pasado ni tampoco es la risa banal que llena de ruido los espacios vacíos del aburrimiento, sino que es la risa carnavalesca/la risa histérica del loco/la risa alucinada del deficiente mental/la risa irritante del bufón/ la risa descacharrante de los de abajo que se ríen en la misma cara de los que nos dicen qué tenemos que pensar y cuándo debemos pensarlo. Las tinieblas de la noche, la profundidad del bosque, el extraño silencio, el susurro de los árboles, las sombras que deforman los objetos les estaban diciendo a Don Quijote y a Sancho Panza que tienen que tener miedo y que si oyen golpes cerca de ellos, a la fuerza tienen que ser los golpes de una criatura que los quiere (como mínimo) matar. Pero después abren los ojos a la luz y la risa de la verdad desenmascara la farsa y a  la mentira se le cae la capucha y deja al descubierto su rostro enflaquecido y amarillento.

Esa es la risa del teatro de Dario Fo. Fue a buscarla muy lejos, a las primeras manifestaciones de la cultura popular de la Edad Media, cuando/donde aún manaba, con una extraordinaria pureza, el agua refrescante de la fuente de la literatura. Dario Fo era el juglar que reúne a la gente en la plaza y les canta (repito, les canta) los dos mil versos que ha memorizado (no para otra cosa servía la rima) para alegrarles la tarde y (sobre todo) para advertirles del peligro de doblar la cerviz y decir amén. Dario Fo era el bufón que le saca la lengua al rey/era el goliardo que eructa en la cara del Papa/era el loco que se descojona de la capa nueva del emperador. Dario Fo sabía que el sacerdocio del escritor no es su obra, sino su vida. Serás un artista o no serás un artista según lo poco que te calles (callarse no es una opción), no según lo que hayas publicado/no según los premios que te hayan dado/no según las entrevistas que te hayan hecho. La tormenta de la cultura popular (uno de cuyos últimos relámpagos era Dario Fo) arremete contra los tejados del poder y algunas veces (incluso) consigue arrancarlos y mostrarnos toda la podredumbre que esconden. 

Cuando los historiadores de la literatura escarban en la arena del tiempo en busca de la primera manifestación documentada de la poesía, indefectiblemente llegan a la canción popular. El origen de la poesía es (con toda seguridad) un hombre/una mujer que no sabe leer ni escribir y que canta su literatura (acompañado de un instrumento) a un auditorio que tampoco sabe ni leer ni escribir, pero que sabe emocionarse con la lírica de la palabra/que sabe emocionarse con la angustia de la literatura. El origen de la literatura (en todos los idiomas y en todas las culturas) es oral y musical. Los que dicen que un cantautor no es un escritor están repitiendo el mantra monocorde de los inflexibles de mente, aquellos que (acurrucados en un arbusto y con los pantalones manchados de mierda) se creyeron las mentiras/las simplificaciones de la cultura oficial/de la intelectualidad/de los que opositan al poder.  

Dario Fo falleció el mismo día que a Bob Dylan le concedían el premio Nobel de Literatura. Dos escritores que concibieron su obra desde la oralidad mucho más que desde el texto escrito y que (por esta carambola del destino) han quedado emparentados para siempre. Ojalá los escritores (los que nos sentamos a escribir al lado de la calefacción) no olvidemos la cuna itinerante y a la intemperie de donde viene nuestro oficio y nunca/nunca jamás abramos los ojos en la oscuridad del bosque (donde no queda más remedio que tener miedo) para cerrarlos cobardemente cuando resurge la molesta luz de la verdad. Y tampoco olvidemos que (más que en la metáfora sesuda) el escritor se reafirma a sí mismo en la carcajada liberadora y en la coz en las pelotas de los que (aunque sea por un instante) nos quisieron controlar.

 

Las últimas elecciones

De pronto una novela nos incendia por dentro y salimos de su lectura absolutamente desorientados, empapados en sudor y transformados en alguien que no éramos (que aún no éramos) cuando abríamos el libro por primera vez. Hablo de esas novelas que  un día nos encontramos en las manos y  no sabemos muy bien cómo han ido a parar ahí. Pensamos (somos tan ingenuos) que las hemos elegido nosotros entre decenas (cientos) de títulos y (cientos) de autores. No sabemos (todavía) que fueron ellas las que (nos escogieron) saltaron a nuestras manos. ¿Para qué? Necesitaban un organismo vivo (ese fango caliente y húmedo) en el que (poner sus huevos) plantar su semilla. Y pasa el tiempo y no sabemos por qué esa novela no se nos va de la cabeza. Y a veces nos desasosiega la idea de que el autor nos haya querido decir algo y nosotros no hayamos terminado de entenderlo.  No sé cuántas veces habré leído Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago. Fue hace unos días (sin embargo) cuando terminé completamente de entenderla. Amanece y (como si el sol les calcinara las pupilas) todos los hombres se van quedando ciegos. Llega la noche eterna al alma (si existe y si tenemos) del ser humano. Solamente una mujer conserva la vista y ese don (ese estigma) es el peor castigo: tiene que asistir (inútil y estupefacta) al gran espectáculo de la degradación y de la indignidad. La idea está clara (y es tan sencilla que a veces cuesta trabajo llegar a ella): todos estamos ciegos. La confirmación/ratificación de esta teoría la vimos la otra noche, mientras se iban conociendo/confirmando los resultados de las votaciones, ese ejercicio máximo de enceguecimiento colectivo, esa llamada de trompeta a la noche perpetua, la afiliación definitiva al espíritu de la avestruz, esconder el cerebro y poner el culo.  

La diferencia entre el hombre cobarde y el hombre valiente (como bien intuía Saramago) es una cuestión de párpados: el hombre valiente se atreve a abrir los ojos (y a ver) y el hombre cobarde prefiere (no ver) mantenerlos cerrados. El hombre valiente no es el que no tiene miedo. Ése (el que no tiene miedo) es el temerario o el gilipollas. El hombre valiente es el que aprende a convivir con el miedo y, sobre todo, el que no permite que el miedo le detenga los pies, le cierre los párpados, le susurre la papeleta que debe coger. Y el hombre cobarde (por encima de cualquier otro intento de definición) es el que observa tranquilamente cómo va perdiendo su identidad y se siente a gusto en ese líquido amniótico de vaciedad, de nadería, de fundido en blanco. Porque el problema (el verdadero problema) es perder la identidad porque la pérdida de la identidad (por algún sitio lo dije) es la madre de todas las desgracias.

Pero no conviene confundirse: nuestra identidad no es este cuerpo/esta materia con el que tenemos que cargar todos los días, ni los deseos (más o menos confesables) que dan forma a nuestra esperanza, ni las posturas con las que esperamos la llegada de la muerte. No niego que una parte de nuestra identidad esté debajo de nuestra piel, pero el resto (la mayor parte) está debajo de la piel (en la raíz de la existencia) de todos los demás. 

Nuestra identidad es la identidad del refugiado que se ahoga en el mar, que muere acribillado en las fronteras o que se deja violar por los traficantes de personas; la identidad del desahuciado, del que escarba en las basuras,  del que vive debajo de los cartones y del que (harto de todo lo anterior) salta por la ventana; la identidad del homosexual que tiene que negarse a sí mismo y de la mujer acosada y de la que tiene prohibido abortar; la del que quiere (y no puede) estudiar Humanidades; la del aporreado (sin grabación que lo atestigüe) por las fuerzas antidisturbios y de la que ve (con el único ojo que le dejaron) cómo el juez pone en libertad a sus mutiladores; la identidad del parado, del emigrante, del ateo, del niño con hambre;  la identidad de los que se tuvieron que ir de España y la identidad de los que (una vez en el extranjero) saben que no volverán. Todas esas personas (esas identidades) somos nosotros/forman nuestra identidad. Pero los hay que prefieren (el miedo se lo hace preferir) cerrar los ojos y dejar abierta una rendija minúscula por donde apenas llegan a ver el pan que comen, la cama en la que duermen, el techo que los cobija y la multinacional que los emplea/que les da el pan, la cama y el techo. No es una buena idea (de hecho, es una muy mala idea) echar el cerrojo a nuestra puerta cuando vemos que los ladrones están robando en la casa del vecino. El disimulo y el desentendimiento no garantizan nuestra seguridad (mucho menos nuestra dignidad). La novela de José Saramago nos lo estaba anticipando con una clarividencia que (hoy, después de las votaciones) me resulta aterradora: todos los muros que levantes a los demás, te los estás levantando a ti. Y sobre todo: nunca mires al derrotado, al apaleado, al marginado, al perseguido, sin saber/sin tener la absoluta seguridad de que (en realidad) estás mirando al fondo de un espejo. Y si no es así, no hay duda: estás ciego, más (mucho más) que si te hubieran sacado los ojos.

El miedo (ese rayo paralizador) es el arma con la que nos masacran. Contra el miedo no existen escudos y a la gente (además) no le puedes exigir que sea valiente, que levante la voz, que ponga la cara para que se la partan. El miedo nos desgarra la carne. Su dolor es más intenso cuanto más nos empeñamos en (avanzar) caminar hacia delante. Pero merece la pena, porque la recompensa es la libertad.

Y lo contrario de la libertad es el resultado de las últimas elecciones: arrodillarse y limpiar las botas del amo con la esperanza de que (a cambio de mi sumisión/mi servilismo) la patada en la boca no me la dé a mí, sino a otro cualquiera (a los mismos cualquieras de siempre) que pase por mi lado.

 

 

 

 

Sobre las escritoras no nominadas

Tengo una especial debilidad por El lazarillo de Tormes. Sobre todo por ese episodio donde el autor (sea quien sea) nos cuenta el momento en que el ciego le dice a Lázaro que acerque la cabeza al toro de piedra que hay a la salida de Salamanca porque (si lo hace) podrá oír un gran ruido dentro de él. Lázaro obedece a la primera de cambio y entonces el ciego le da un terrible manotazo en la cabeza y está a punto de partírsela contra la piedra. Le dice: «Imbécil. El criado de un ciego tiene que saber un punto más que el diablo». Lo importante de este fragmento es que Lázaro abre los ojos y (de una vez y para siempre) abandona la inocencia en la que (como niño) había estado viviendo. Me imagino a Lázaro (pasados los años) llevándose la mano a la cabeza y tocándose el chichón que nunca se le quitó, el chichón que era el diploma académico de los pobres y los analfabetos, más, el cum laude que le doctoraba en esta jodida disciplina que es vivir. Sonreiría y se preguntaría a sí mismo: ¿Qué esperabas, Lázaro? ¿De verdad esperabas oír un ruido dentro del toro?

He leído que ninguna escritora ha sido nominada a los premios de la Semana Negra de Gijón y la verdad es que me he quedado frío. He leído la indignación de muchas autoras y no me he conmovido en absoluto. Sola(inconsciente)mente he recordado el pasaje del Lazarillo de Tormes y he pronunciado la siguiente frase: ¿Qué esperábamos?

Las semanas negras firman un manifiesto en contra de la violencia de género que es machista (un manifiesto que se lee y se aplaude en cada inauguración) y ahora la Semana Negra de Gijón no nomina a ninguna escritora para ninguno de sus premios. ¿De verdad nos sorprendemos?

Nos han dado bien fuerte contra la piedra del toro de Salamanca y espero que (cuando se nos pase el dolor de cabeza) abramos los ojos y despertemos (como Lázaro) de una vez y para siempre.

El agravio no está en que no haya escritoras nominadas. El agravio está en que nadie ha movido un dedo para detener ese manifiesto en contra de la violencia de género que es (en sí) violencia de género. El agravio está en que no se ha asumido que en el jurado que decide los nominados y los ganadores de los premios literarios debe haber el mismo número de hombres que de mujeres. El agravio es que se hacen concursos literarios y mesas redondas solamente para autoras. El agravio es que aún se piensa que existe una literatura femenina al lado de la gran literatura. El agravio será cuando se zanje el asunto imponiendo tácitamente un cupo de mujeres nominadas en cada uno de los premios. Y el agravio más flagrante (que tiene hasta gracia) lo dejo para el final.

Pero quejarse por las no nominaciones es como si mi padre (que tenía cáncer de pulmón) se hubiera quejado de que la quimioterapia le resecaba la piel. Las no nominaciones es la ínfima punta de un iceberg que ocupa toda la inmensa profundidad social. La gente tiene el machismo/el patriarcado delante de los ojos y no lo sabe reconocer. Es una cuestión de (re)educación. Se trata de arrancar el suelo podrido y poner baldosas nuevas. ¿Las no nominaciones? Qué más da. No podemos echar a correr si todavía no sabemos andar.

Pero a esto (por si fuera poco) se le une otro problema. Es algo de lo que ya he hablado y me prometo a mí mismo que será la última vez que vuelva sobre este tema (las cosas, [aunque se piensen constantemente] basta decirlas una sola vez).

León Felipe escribió un prodigioso poema en prosa que se titula ¿Por qué habla tan alto el español? Nos explica que los españoles, por tres veces en la historia, tuvimos que gritar hasta desgañitarnos. Gritamos ¡Tierra! cuando descubrimos América. Gritamos ¡Justicia! por boca de Don Quijote. Gritamos ¡Que viene el lobo! en 1936. León Felipe concluye que (en esos casos) el español no gritó alto, sino que habló desde la altura exacta del ser humano, y quien piense que gritó, es que escucha desde el fondo de un pozo. El escritor que (como León Felipe) habla alto, el escritor que chilla, el escritor que mete las patas en el fango y se deja la voz denunciando la injusticia, no escribe alto, escribe desde la altura exacta de su profesión.

Pero eso era antes de que al escritor le retiraran del plato la jugosa carne de sus víctimas y comenzaran a alimentarle con pienso para gatos. Al escritor le han puesto un trozo de esparadrapo en la boca y un trofeo literario en la mano y de esa manera tan sencilla lo han desactivado. Nadie (o muy pocos) va a levantar la voz para denunciar manifiestos degradantes o despropósitos machistas en ningún evento literario. Hay miedo de que no les vuelvan a invitar, de que se queden sin su ración de carpa, de que ya no les nominen, de que ya no les den el premio.

El premio. Tenía veinticuatro años cuando me dieron mi primer premio literario. Gané medio millón de pesetas. Eran otros tiempos. Luego cambiaron el dinero de los premios por estatuillas y después cambiaron las estatuillas por palmadas en la espalda. Llegó (entonces) la época rocambolesca en que se confundió el concurso con el premio, de manera que el premio por haber ganado un concurso literario era precisamente haber ganado el concurso literario. «Las ventas se disparan», dice siempre algún iluminado. Y puede que sí. Puede que las ventas (después de haber ganado un premio) se metan la pistola en la boca y aprieten el gatillo. «Te da prestigio», dicen otros. Y resulta penoso tener que explicar (a estas alturas) que es exactamente al revés: los premios literarios no dan prestigio al escritor, sino que el escritor debe recibir el premio gracias a su prestigio literario. La idea es ganar el premio por haber llegado el primero a la meta, no por haber ido el primero en una curva.

Me vienen a la cabeza dos autores: Valle-Inclán y Alfonso Sastre. Si renovaron la escena teatral española y abrieron impensables caminos estéticos fue precisamente porque pensaban que su teatro no iba a ser representado jamás, uno por audaz, otro por crítico con el Régimen. Es decir, escribían en absoluta libertad. La verdad es que no se me ocurre mayor esclavitud ni tortura más cruel que depender de un premio literario, de una reseña, de una entrevista, de una opinión, para reafirmarte en tu voz narrativa.  Os voy a poner un ejemplo: En la página web de la semana negra de Gijón aparece el siguiente párrafo: 

“La aparición de últimas novelas y libros de autoras consagradas internacio­nalmente como Alicia Giménez Bartlett, junto a nuevos pero seguros valores como Carmen Conde, Carmen Moreno, Graziella Moreno Graupera o Susana Hernández es un buen motivo para preguntarnos si la narrativa del mejor género negro pasa por las escritoras.”

Pero luego no nominan a ninguna.

No me digáis que no tiene gracia.

¿De verdad vamos a darles importancia a los premios, a los festivales y a los críticos? 

Escribamos en libertad.

Errores del manifiesto de las semanas negras contra la violencia de género

Siempre me han gustado los manifiestos vanguardistas. Siempre he sentido debilidad por esa sucesión de párrafos numerados en los que un escritor (como portavoz de un movimiento) daba un paso al frente, declaraba que la vieja literatura había muerto y se proclamaba fundador/inaugurador de los nuevos tiempos que estaban por venir, unos nuevos tiempos que (por supuesto) estarían marcados por la fuerza, por la originalidad y por la irreverencia.

Los gritos desde la vanguardia no eran más que eso: gritos. Y duraban tanto como dura la vida de los soldados que encabezan la primera línea de batalla. Morían pronto, pero no morían en vano. Nos mostraban el camino por el que deberíamos avanzar.

- ¿Qué camino?

- El del compromiso.

- ¿Y el del valor?

- También.

Hoy (en esto de la literatura) qué poca gente da un paso adelante. Los artistas prefieren jugar a hacerse el muerto sobre las aguas de un mar en calma o esperar desde la orilla a que se vayan las medusas, tan venenosas, tan transparentes. Nadie se abre paso a codazos hasta la línea de fuego. Hay demasiado miedo a que una bala perdida (o teledirigida) nos parta el corazón. Hoy (por eso) los manifiestos se escriben desde la retaguardia.

- ¿Como el manifiesto de las semanas negras?

- Sí.

El manifiesto de las semanas negras contra la violencia de género está lleno de grietas y por esas grietas se cuela un tufo a improvisación y a política que nos obliga a terminar de leerlo con un pañuelo en la boca. Un manifiesto contra la violencia machista no puede tener grietas. Un manifiesto contra la violencia machista tiene que ser un muro que vaya desde la tierra hasta el cielo, absolutamente indestructible, cuya contundencia haga darse la vuelta a sus enemigos, que enterrarán (para siempre) su cerrazón, su ignorancia y su miedo, las armas con las que nos atacan. Un manifiesto contra la violencia machista no deberían firmarlo semanas negras, sino nombres y apellidos concretos, y entre los nombres que lo escribieran no debería haber solamente pollas, sino también algún cerebro y algún corazón, especialmente el cerebro y el corazón de alguna mujer, de esa manera no les habría salido tan vacío, tan aséptico y tan impersonal.

- Y tan rebatible.

- También.

El manifiesto de las semanas negras contra la violencia de género incurre (entre otros muchos) en dos errores de bulto: la imagen de que el hombre debe proteger a la mujer y el paternalismo, es decir, dos de los múltiples platos en los que hoza el cebado cerdo del machismo.

- ¿Hay más errores?

- Sí.

La novela negra no se centra necesariamente en la víctima, pero eso (al fin y al cabo) no es importante, es (simplemente) una manera de entender un género literario. Lo verdaderamente importante es que (a partir de esa comparación) el manifiesto de las semanas negras contra la violencia de género se ocupa de la víctima, en detrimento del agresor. Señores: la mujer no muere por violencia machista, la mujer no muere a manos de su pareja. A la mujer la matan. Es un asesinato y hay un asesino. ¿De verdad somos expertos en novela negra? Pues a ver si reconocemos un crimen cuando lo tenemos delante de las narices. ¿De verdad somos escritores o lectores? Pues a ver si llamamos a las cosas por su nombre.

- ¿Algo más?

-  Sí.

El manifiesto de las semanas negras contra la violencia de género debe explicar (debe dejar bien, pero bien claro) que el asesinato de las mujeres es el final del camino y (sobre todo) que el camino ha sido largo y ha estado empedrado de otros muchos tipos de violencia machista. Un manifiesto en contra de la violencia de género debe hablar de la violencia psicológica, de la violencia sexual, de la violencia económica, de la violencia patriarcal, de la violencia simbólica, de la violencia doméstica, de la violencia institucional, de la violencia laboral, de la violencia obstétrica y de la violencia mediática.

- ¿Y la violencia física?

- La violencia física es lo último.

- ¿Donde confluyen todas las anteriores?

- Exacto.

Debería haber hablado del proceso de anulación de la mujer, de ese tren de largo recorrido que la llevará por las destartaladas estaciones (los túneles) de la soledad, del aislamiento, del silencio, de la incomprensión, de la desinformación. El manifiesto tenía que haber dicho que (en muchas ocasiones) la mujer ni siquiera sabe que está siendo maltratada, de manera que acaba siendo asesinada sin haberle ni siquiera dado tiempo a pedir ayuda para salvarse. Señores de la novela negra, ¿tan poco nos interesa el perfil psicológico de la víctima?

- ¿Has terminado?

- No.

Un manifiesto en contra de la violencia de género no debe pedir más vigilancia policial ni más protección para la mujer. Un manifiesto en contra de la violencia machista debe ir al origen del problema, a la Historia, a las raíces del mal, del maltrato a la mujer, de la misoginia. Un manifiesto no debe tener un tono de duelo, sino de declaración de guerra. Y hablar de la educación. De la marginación de las carreras de humanidades. De la supresión de la asignatura Educación Para la Ciudadanía, donde se enseñaba al adolescente a no ser violento, donde se animaba a la mujer a empoderarse. Eso es lo que se espera de un manifiesto.

- Ponerse en primera línea de fuego.

- Eso es.

Leemos el último párrafo y (si el tema no fuera tan serio) nos echaríamos a reír. El manifiesto en contra de la violencia de género se justifica delante del género masculino y les pide perdón porque (precisamente) son hombres los que lo firman. Sublime.

- ¿Por qué escribes todo esto?

- Porque alguien tenía que hacerlo.

El manifiesto de las semanas negras en contra de la violencia de género está escrito (supongo) con las mejores intenciones, pero aquí las mejores intenciones no bastan. Si para escribir una novela estamos obligados a investigar y tardamos años en terminarla, ¿cuánta más información deberíamos recabar y cuánto tiempo deberíamos dedicar para dar forma a un manifiesto de semejante seriedad, de semejante envergadura social? Y cuando se firma un papel (esto es algo más que un papel) hay que leerlo, y después de haberlo leído, leerlo otra vez. De lo contrario podríamos estar firmando algo que (en realidad) no compartimos.

Quiero ser el primero en firmar un manifiesto de las semanas negras en contra de la violencia machista, pero uno que no empiece con una abstrusa cita que (además) ha sido escrita por un hombre. No cuesta tanto encontrar alguna frase feminista escrita por alguna mujer. Dejo algunos nombres: Sor Juana Inés de la Cruz, Emilia Pardo Bazán, Ana María Matute, Carmen Martín Gaite, Gloria Fuertes, Rosa Montero, Wislava Symborzka, Herta Müller, Magdalena Tulli, Tony Morrison, Gabriela Mistral, Rosa Chacel, María Zambrano, Virginia Woolf, Alfonsina Storni, Carmen Laforet, Almudena Grandes…


 

La neutralización del escritor

Puede que me equivoque porque hablo/escribo de memoria, pero me parece recordar que Camilo José Cela, en su libro El huevo del juicio, publica un artículo que lleva por título “El adocenamiento del escritor” y que habla de una reunión anual que junta a todos los premios Nobel de Literatura que quedan vivos. A Camilo José Cela le parecía que esto de quedar los escritores para hacer turismo y tomar café contribuía a amansar al artista y a socializarlo en exceso. Es un artículo que no ha soportado el paso del tiempo y que hoy en día resulta ingenuo. Pero claro, ¿qué sabía Camilo José Cela de los tiempos que estaban por venir?

Este fango histórico por el que caminamos con una pinza en la nariz es (en realidad) un océano de arenas movedizas que paso a paso, sin que nos demos demasiada cuenta, nos va tragando. No quiere dejar de nosotros absolutamente nada. Ni siquiera la huella de nuestro paso por el mundo. Mucho menos el eco (por mínimo que sea) de nuestra indignación y nuestro desacuerdo.

El comienzo del siglo XXI quedará reflejado en los libros de Historia como el período de la corrupción y del aplastamiento social. Los historiadores (bien documentados) hablarán de ciudadanos hambrientos que buscaban comida en los cubos de basura, de hombres sin trabajo que saltaban por la ventana, de millones de jóvenes que huían del país, de la desaparición lenta pero implacable de la Facultad de Filosofía y Letras.

Ahora me pregunto de qué hablarán los manuales de Literatura española.

La maquinaria del poder (si se la engrasa bien) puede funcionar en absoluto silencio y con un más que asombroso nivel de sutilidad. Uno de sus mayores logros (si no el mayor de todos) ha sido la neutralización del escritor sin que el propio escritor se dé cuenta de que está siendo/ha sido neutralizado.

Este artista, el cronista social y existencial del trozo de tiempo que le dieron para vivir, el cuchillo eternamente clavado en las costillas del gobierno, este artista (digo), va corriendo cuesta abajo hacia el barranco de su propia extinción.

Ha olvidado su sagrada labor de levantar la alfombra que tapa la mierda y de gritar en el desierto hasta romperse la garganta y se ha dejado convencer de que en este baile hay que bailar con la más guapa, aunque la más guapa sea también la más banal. Estoy hablando (obviamente) del éxito. Resulta vomitivamente paradójico que el escritor (cuya materia prima es la palabra) asista impasible a semejante prostitución de los significados. El éxito del escritor no es la reseña en Babelia, ni su nombre en una lista, ni el micrófono en un congreso, ni por supuesto un premio literario (proliferados hasta la hipertrofia, multiplicados en metástasis), el éxito del escritor es la difusión de la verdad y la denuncia de la mentira y de la injusticia cueste lo que cueste, aunque le cueste la vida.

Hace falta ser muy cruel (y muy astuto) para aprovecharse de las dos grandes miserias del escritor (su ego y su inseguridad) para ir bajándole del pedestal de los furibundos e ir subiéndole a la pasarela de los anoréxicos. La historia de la Literatura (dentro de unas décadas) hablará de nuestro tiempo como esa época extraña en que la policía torturaba en las cárceles a los manifestantes mientras los escritores posaban con sus trofeos como las misses posan con sus ramos de flores. 

Se leerá lo siguiente:

<<Miles de familias dormían debajo de los cartones, en el paso subterráneo de cualquier carretera, y los escritores (mientras tanto) se ponían la camisetita de la librería donde presentaban la novela y se cuidaban mucho de no salirse de la neutralidad y de los lugares comunes, no fuera a ser que hubiera gente que se enfadara con ellos y (entonces) vendieran menos libros. Y dejaban que los fotógrafos los pasearan por los lugares más estúpidos para hacerles la foto más cretina. Y sonreían. Y la foto de su sonrisa inundaba la red social.>>

Me quedo con Salinger intentando agredir al periodista que le hizo una foto, con los exabruptos de Cela, con la rabia de Fernando Fernán Gómez, con el Valle-Inclán manco y arrumbado en una cama cochambrosa, con las verdades explosivas de Unamuno, con la alargada tristeza de Delibes, con los que se ahorcaron o se volaron la tapa de los sesos.

A todos ellos, a los maestros, no me los imagino ni midiendo sus palabras ni callando su opinión, mucho menos pasando de puntillas y a toda velocidad por las ascuas de la Historia. 

'Los refugiados', de Cormac McCarthy

Muchos lectores no han conseguido terminar La carretera, de Cormac McCarthy. Es una novela tan humana que da miedo (tan humana que resulta monstruosa). Es el sudor frío de mirarnos al espejo y que el espejo nos escupa la verdad a la cara. El pavor de tocarnos donde nos duele y encontrarnos un bulto que nunca había estado ahí.

Un padre y su hijo caminan sobre un mundo de ceniza humeante. Huyen de un incierto holocausto y no tienen adónde ir. Deambulan por el vértigo de una tierra deshabitada y la principal amenaza (¿paradójicamente?) es encontrarse con alguien.

Cormac McCarthy escribió La carretera y por esa misma carretera caminan los refugiados. Todos empujan su carrito de la compra, cuyas ruedas apenas ruedan sobre un lecho de ceniza. Caminan hacia las fronteras, hacia esa línea que pensaban que era una puerta y resulta que es una zanja. Caminan juntos, los unos pegados a los otros, porque la existencia de uno justifica la de los demás, lo cual no implica que no lleven, para acabar con todo, una pistola y una (solo una) bala.

Los refugiados siguen la huella/el rastro de la civilización. Qué grave error. Los reciben con zancadillas y con uniformes militares. Le piden al invierno que dé cuenta de ellos. Que la nieve los cubra. Porque lo que no se ve a lo mejor no existe.

Efectivamente, ya se ha cubierto el cielo en Centro Europa. Los rayos del sol ya no alcanzan a calentar la tierra. El frío (como dice McCarthy en su novela) amenaza con romper las piedras. Los refugiados acampan y encienden hogueras. Pero no duermen. En la alta madrugada acudimos nosotros, cuyos ojos de plata destellan en lo oscuro. Nosotros también queremos encender hogueras, pero no con leña, sino con carne humana. Queremos que los refugiados, mediante el ensalmo del fuego, se transformen en ceniza y que a esa ceniza se la lleve el viento. Y que nunca haya pasado nada. Queda prohibido recordar que un día acudieron unos hombres a pedirnos ayuda, dirán los gobiernos.

Cormac McCarthy escribió La carretera y quizás esa carretera sea la difusa frontera que separa la vida de la muerte. Cormac McCarthy escribió La carretera y rodeó esa carretera de caníbales. Cormac McCarthy escribió La carretera pero no parece que la haya escrito él, sino los refugiados, los expertos en huidas, en caminos, en fronteras y en hombres que se comen a los hombres.

Los refugiados no son refugiados, sino caminantes. Y cuando dejen de caminar, serán fantasmas, espíritus salvajes que habitarán los bosques invernales y cuyos gritos de desesperación (en las interminables noches de bajo cero) escucharán los niños (aterrados) antes de dormirse.

Y en esas mismas noches (arrimados a la chimenea) los adultos hablarán de ellos como terroristas. Pronunciarán esa palabra una y otra vez, hasta que (a fuerza de escucharla) la mentira adopte cierta apariencia de verdad. Y por fin haya algo que justifique el miedo (el peor de los consejeros) y las vallas que hemos levantado, las vallas que rodean el país, las que suben y suben hasta las estrellas.

Será (entonces) el momento de cerrar La carretera, la novela de Cormac McCarthy, y abrir ese otro libro de J. M. Coetzee, el que narra nuestro futuro y el de los refugiados. Se titula Esperando a los bárbaros.

 

 

 

 

 

 

 

Ah de la poesía. ¿Nadie me responde?

Tácito, el historiador romano, sentía predilección por Petronio. Más allá de su talento como escritor satírico, admiraba de él su sentido de la elegancia y su gusto por lo sublime. Cuentan las crónicas romanas que se cortó las muñecas con una daga de plata y ordenó que se las vendaran de tal manera que pudiera detener la hemorragia o dejar que las heridas siguieran sangrando, a voluntad. Y mientras lánguidamente la vida se le escapaba, Petronio se dedicaba a comer carne de faisán, a beber vino de Bretaña, a ver cómo azotaban a sus esclavos y a hacer que tocaran el arpa y que le leyeran poemas. Dedicó su último esfuerzo, horas antes de expirar, a escribir su obra maestra: Las cartas a Nerón. Decía: No cantes. Envenena, pero no bailes; incendia, pero no temples la cítara; asesina, pero no hagas versos. Los ladridos de Cerbero serán para mí menos molestos que tu canto.

Y murió.

Poetas (o lo que seáis), no penséis que esas palabras iban dirigidas exclusivamente a Nerón. Daos por aludidos. No hagáis de la muerte de Petronio un grito en el desierto y por favor, dejad de escribir.

Poetastros, poetuchos, poetoides, poeteznos, poetuelos, poetajos, poetatos y poetorros, leed a Coelho, violad a las niñas, desahuciad a vuestros vecinos, besad a los antidisturbios, robadles la manta a los refugiados, abonaos a los toros, cometed las más atroces barbaridades que seáis capaces de imaginar, pero dejad, parad ya de escribir poemas.

Que vuestra alma dormida recuerde que el juego de escribir versos (que no es un juego) cuando no da vida, mata. Podéis escribir los versos más tristes esta misma noche, pero después, os lo ruego, sometedlos al silencio de la selva umbrosa y enterradlos allí, donde habite definitivamente el olvido.

Pido a Dios que no vuelva nunca más a atormentarme el dolor de vuestros oscuros golondrinos y que en el hoy y el mañana (ayer se fue), con pocos, pero doctos libros juntos, pueda levantar a los poetas (a los verdaderos poetas) una renovada torre de Dios, a partir de las ruinas de mi inteligencia.

Y en cuanto a vosotros…, amontonadores de versos, estupradores de las musas, abanderados de lo inane y lo manido…, os condeno a mil años de observar el ojo de Polifemo (como castigo por las largas horas de habernos hecho escuchar el vuestro ciego) en el fondo más remoto de su gruta, de rodillas, absortos y (sobre todo) mudos.

Hay que insistir en que Petronio, antes de morir, no se hizo rodear de filósofos, sino de poetas. Sabía que solamente los versos bien compuestos podrían darle una respuesta convincente al vacío existencial.

No olvidemos que la poesía desvela las conexiones misteriosas que unen al hombre con el mundo y que nosotros, los que no somos poetas, somos incapaces de advertir. La poesía es el lenguaje que emplea Dios (llamémoslo así) para comunicarse con nosotros, pero sólo unos pocos hombres conocen ese idioma y le saben responder: los poetas, obviamente.

Si no sabes sentar a la palabra en la mesa de operaciones y separar su significado terrenal de su significado divino, no eres un poeta.

Y si no lo eres, mejor no lo intentes. Mejor, de hecho, cállate. Y, en el mejor de los casos, sigue escribiendo novelitas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Todo lo que es real tiene sombra

 

J. R. R. Tolkien fue uno de los primero autores que se atrevió a poner una vela en el altar del alma humana, pero no para adorarla (¿qué tipo de escritor habría sido?), sino para iluminarla. El señor de los anillos intenta hacernos entender algo que, bien pensado, ya deberíamos saber de sobra: Que todo lo que es real (y el hombre lo es) tiene sombra. 

En la geografía interior de nosotros mismos existen horizontes en llamas, terremotos devastadores y pantanos de aguas movedizas. Resuenan en nuestro corazón (y seguirán resonando toda la vida) los negros tambores de Mordor. Y algunas tardes, cuando el sol nos da la espalda, oímos la voz se Sauron (templada, convencedora) recordándonos otra cosa que también sabemos desde que tenemos uso de razón: Que basta cruzar su puente levadizo para tener, a nuestro servicio, a ese babeante ejército de orcos que arrancará de cuajo cualquier árbol (u hombre) que se interponga en nuestro camino. ¿Merece la pena?

La guerra de las galaxias ahonda en este mismo tema y construye la metáfora del hombre que se dejó convencer por el perverso canto de las sirenas. Todos los amantes del cine tendremos para siempre en la memoria al personaje de Darth Vader, el poder envuelto en un exoesqueleto de cucaracha, la anatomía deforme, las cuerdas vocales que suenan como desde el fondo del barro, porque optar por el camino más fácil no solo te envenena el alma, sino que también te corrompe la carne. 

Harry Potter, si su escritora hubiera entendido el alcance de lo que estaba escribiendo, habría podido convertirse en el primer héroe del siglo XXI. 

Harry sabe que puede poner el mundo entero bajo el dominio de su varita mágica, pero prefiere caminar por el terreno firme de la amistad que volar entre los cambiantes vientos del poder. Esta decisión, en su caso, es aún más difícil: No olvidemos que la cicatriz de su frente nos indica que él mismo lleva el mal dentro de sí. La lógica literaria nos va diciendo, página a página, que el hombre que está tocado por el mal solamente podrá vencerlo si se sacrifica a sí mismo. Ésta es la diferencia entre el héroe y el resto de los mortales. El héroe no dudaría en dar su propia vida a cambio de salvar las nuestras. La escritora, sin embargo, traicionó todo lo que había construido y (mediante una triquiñuela de escritor aficionado) dejó vivo a Harry Potter y lo que es peor, lo recuperó dieciséis años después, convertido en un padre de familia con gafas, barriga y jerséi de pico.

Escribo todo esto para que no olvidemos que Mordor, el Lado Oscuro de la Fuerza y Voldemort no son patrimonio de la Literatura ni del Cine ni de cualquier género de ficción. La manifestación del mal camina a nuestro lado y si giramos la cabeza la podemos ver y si estiramos la mano la podemos tocar y a veces (y esto es lo malo) ella gira la cabeza y nos ve, ella gira la cabeza y nos toca.

 Os pondré un ejemplo:

A una compañera le sonó el teléfono para lo que nunca queremos que nos suene y tuvo que viajar rápidamente a España para estar al lado de su madre y cuidar de ella en lo que podían ser (y lo fueron) los últimos momentos de su vida.

 Su jefa, la agregada de educación, tenía dos opciones: Ayudarla o rematarla.

Decidió (como todos los de su semilla) dejarse resbalar por la suave pendiente del lado oscuro en lugar de romperse las uñas trepando la montaña que lleva (como mínimo) a la dignidad. Obligó a mi compañera (bajo mentiras, coacciones y amenazas de represalias) a renunciar “voluntariamente” al dinero de dos meses de sueldo. ¿Para qué? Para nada. Nadie ha venido a sustituirla.

 El lado tenebroso ha abierto sucursales por todo el mundo y se nutre de trabajadores cobardes y pusilánimes que no dudan en cortarle el cuello a un amigo con tal de arrancar una sonrisa al amo que les da de comer. Los funcionarios del lado tenebroso se han dado cuenta de que la indignidad es un sillón muy cómodo, al contrario que la coherencia, que es una cama de faquir.

 Esta gente no ha leído o no ha entendido El señor de los anillos, no ha visto La guerra de las galaxias, ha pensado que Harry Potter es un libro para niños. Por eso no saben que ser cobarde nunca merece la pena y que, si miraran alrededor, se darían cuenta de que su servilismo solo les ha traído soledad, porque su alma podrida y su cuerpo en descomposición apestan de tal manera que nadie, si siquiera sus compañeros de vertedero, soportan estar al lado de ellos.

 No existe un acto más valiente ni más transgresor que ayudar a los demás a cambio de la satisfacción de estar ayudándolos. Quien piense que el camino recto es el camino más fácil, se equivoca. A veces echo un vistazo hacia las instituciones españolas destacadas en este país y me pregunto por qué la gente más incompetente y más dañina es la que ocupa los puestos de responsabilidad. Después me doy una palmada en la frente y me digo a mí mismo que la respuesta ya la conozco: El lado oscuro, obviamente, solo consigue atraer a los que viven con los ojos cerrados.    

 

David Llorente

La hora estelar de los figurantes

Hace un poco más de diez años, el autor José Sanchís Sinisterra escribía Los figurantes, una obra de teatro en la que los personajes secundarios, ante la repentina desaparición de los protagonistas, deciden dar un paso adelante y hacerse cargo de la representación.

 Y yo me pregunto si este hombre, además de un excelente dramaturgo, no será también un visionario.

 Me refiero a que acaso estemos viviendo (o estemos empezando a vivir) el momento estelar de los figurantes.

 El momento de responsabilidad del SOLDADO III, de la MUJER I y de la UNA VOZ, que, desde los últimos rincones del escenario, donde reina la penumbra de la insignificancia, pronuncian su única frase y observan a sus compañeros protagonistas, cegados por los focos y ensoberbecidos por los aplausos.

 Ya quedan muy lejos las primeras representaciones (no digamos ya los ensayos) cuando todo el elenco, tanto protagonistas como comparsas, no eran más (ni menos) que las piezas pequeñas, pero imprescindibles, de un engranaje mayor.

 Hoy, sin embargo, a las figuras principales del espectáculo no les emociona estar representando a Hamlet o a Antígona. La gloria no es el personaje que encarnan, sino el instante del monólogo o la flor del camerino.

 Nos hemos quedado sin héroes ni heroínas. Ellos mismos, ingrávidos de pura banalidad, han subido a los cielos. Y a los figurantes no les ha quedado más remedio que abandonar su penumbra y ocupar el centro de la escena.

 Propongo una cosa: Abramos de par en par las puertas de este Gran Teatro del Mundo e inauguremos alegremente la hora estelar de los figurantes. Se trata de la mayor revolución jamás imaginada: Abandonar el individualismo y convertirnos en un ser común y en común.

 El público ya está empezando a levantarse y a mirar a los ojos a los actores, pero esta vez no para aplaudir, sino para gritar basta.

 Yo, como espectador, tengo la carne de gallina.

 

David Llorente

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