Crítica literaria

El refugio de los canallas

Y de repente, en el cielo de las medianas editoriales, explota una bomba como esta y tiñe de negro, de un negro tan negro que parece azul, el tejado literario del año 2017 y de los años que vengan, porque esta novela no se queda aquí, esta novela es historia y es verdad, es decir, está hecha de la materia más resistente a los embates del tiempo.

De petróleo y de alquitrán, de pez y de noche, de todo aquello que conlleve lo negro, de eso se pringan los dedos aquellos lectores que abran El Refugio de los canallas, la novela de Juan Bas, que es la cima de todo lo escrito y publicado el año pasado, aupada a semejantes alturas gracias a esas dos cualidades que son dos cohetes en los tobillos de un autor: La inteligencia y la valentía.

Aúna el corazón negro del terrorismo de ETA y del terrorismo de Estado, de los bajos fondos del ser humano y de la conciencia social, con una estructura narrativa innovadora y no solamente valiente, sino temeraria, que te ofrece varios modos de lectura, para construir ese tipo de novela que todos estamos pidiendo y que algunos estamos intentando hacer y que supone una furibunda tempestad en el océano negro, ese para el que la calma es una aberración.

Ojalá pueda pasarle el Hammett a Juan Bas. Nada me gustaría más que un julio gijonense empapado de coherencia y de responsabilidad literarias. El Refugio de los canallas no es una novela más. Es la novela de ETA que se estudiará dentro de algunas décadas, cuando la gente quiera comprender la verdad de los hechos y de los sentimientos y alejarse de otras novelas con el mismo tema y sospechosa y confundidoramente promocionadas por el Gobierno.

Juan, si yo tuviera potestad para hacerlo, te entregaría la corona de espinas de la buena literatura y te la apretaría bien fuerte, hasta hacerte sangrar por la cabeza, que es, ni más ni menos, lo que tu novela ha hecho con nosotros.

 

Sobre Lorca, sobre los gitanos y sobre la Guardia Civil

La crítica literaria y las opiniones más o menos autorizadas, siempre petrificadas en un hiperbólico escorzo de banalidad, cuando no de desconocimiento absoluto de lo que están hablando, han relacionado a Lorca con los gitanos y lo han enfrentado a la Guardia Civil, a través de una vergonzosa mecánica simplificadora: Los gitanos por un lado, la Guardia Civil en el lado opuesto y Lorca con los primeros. Semejante conclusión infantil, como cabe suponer, no se desprende en ningún momento de los versos lorquianos y aniquila lo más importante y lo que no se ha comprendido de la producción poética del autor: que el enfrentamiento de ambas realidades (gitanos y Guardia Civil) es sostenido por una tensión trágica, no dialéctica.

Si nos fijamos en el teatro de Federico García Lorca, más fácil de entender, en tanto que debe desarrollar una historia a través de unos personajes, y no transitar por las arenas movedizas de lo interpretable, como sucede en la poesía, nos encontramos con que podemos dividir sus obras (criptogramas aparte) en farsas y en tragedias. A pesar de las obvias diferencias entre ambos subgéneros dramáticos, los argumentos están construidos de la misma manera: el choque descomunal entre dos fuerzas irreconciliables: el principio de autoridad y el principio de libertad. Surgen binomios antagónicos como Bernarda y Adela (en La casa de Bernarda Alba), la Novia y los habitantes del pueblo que convencen al Novio para que vaya en busca de Leonardo (en Bodas de sangre), Yerma y Juan y detrás de Juan, sus hermanas y el resto de voces del pueblo (en Yerma), Marcolfa y Perlimplín y Belisa y su Madre (en Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín), Don Cristóbal y Rosita (en Tragicomedia de Don Cristóbal y la señá Rosita). El principio de autoridad es sinónimo de orden, de pensamiento conservador, de mente con prejuicios, de preocupación por el qué dirán los demás, de adoctrinamiento obtuso. Y el principio de libertad es esa bombilla que una vez que se encienda, nunca se apagará y conminará al ser humano (en el teatro de Lorca, a la mujer) a ser feliz, a elegir su camino y a depender de uno mismo, aun a riesgo de perder la vida, que carece de valor en el caso de que la controlen los demás. La lucha entre el principio de autoridad y el principio de libertad es una contienda a muerte y solamente puede quedar uno en pie. En todas las obras de Lorca, exceptuando Tragicomedia de Don Cristóbal y la señá Rosita, debido a una concepción realista-pesimista de la sociedad, vence el principio de autoridad, que aboca al protagonista a encontrar la muerte en su empeño por ser libre.

Comprender esto nos permite comprender mejor la poesía lorquiana, que abandona el ámbito de lo social y se inmiscuye en el complicado laberinto del alma humana. Tal es la complejidad de lo que quiere transmitir, que sabe, como ya lo sabían los místicos, que la palabra denotativa es inane para esta empresa y el poeta debe recurrir a esa magia de espejos enfrentados que es el símbolo. El Romance de la Guardia Civil comienza con los versos Los caballos negros son/sus herraduras son negras, que abren las puertas del castillo simbólico por el que el lector deberá transitar. Un símbolo no significa que donde el poeta dice «agua» debo entender «vida» y donde el poeta dice «caballo» debo entender «muerte», eso son zarandajas de docentes que no saben la materia que están explicando. Un símbolo, como muy bien explicó Carlos Bousoño, que dedicó cuarenta años a su estudio, es una cadena de asociaciones inconscientes, de tal manera que yo leo A y entiendo E porque de modo inconsciente he seguido la secuencia A (que implica) B (que implica) C (que implica) D (que implica) E. A nadie le importa (y a Lorca menos que a nadie) si los caballos son negros o de qué color son sus herraduras, pero a la reiteración del color negro (junto con la extrañeza sintáctica de poner el verbo al final) atribuimos el concepto de «oscuridad», luego el de «no ver», luego el de «indefensión», luego el de «peligro» y por último el de «muerte». Por eso, cuando leemos esos dos primeros versos, sabemos/intuimos que la muerte va a atravesar el romance desde el principio hasta el final y que su dimensión, puesto que nos movemos en una clave simbólica, no será denotativa, sino connotativa, no será dialéctica, sino trágica, no será una denuncia social, sino una introspección humana.

El gitano, en el universo poético de Federico García Lorca, es una metáfora. Es el impulso irreprimible del ser humano hacia la libertad absoluta, algo de lo que tampoco se cansó de hablar Cervantes. La simbología del gitano es la del pueblo errante y nómada, resistente a la industrialización y a la urbanización, dos fuerzas mastodónticas a las que, sin embargo, no entrega su libertad. Y la Guardia Civil es la metáfora opuesta, pero metáfora, al fin y al cabo. Es la tendencia al orden y a la estabilidad. Es la necesidad de las normas y de una voz de mando que desintegre y reorganice el caos. Estamos hablando de poesía, no de teatro. Romancero gitano no es una película de indios y de vaqueros. Federico García Lorca intenta demostrar que ambas tendencias, la anárquica y la jerárquica, coexisten dentro del ser humano y que ninguna de las dos es autosuficiente por sí misma, sino que necesita el contrapeso de su contraria. Esa es la realidad trágica del poema. Somos sociables e individualistas al mismo tiempo, de manera que la vida no se hospeda ni en lo uno ni en lo otro, de donde se deduce que ambos extremos representan la vida malograda e incompleta. Es decir, tanto los gitanos como la Guardia Civil son símbolos lorquianos de muerte.

La dimensión mortífera del orden establecido lo encontramos sobre todo en el Romance de la Guardia Civil, donde la Benemérita pasa a cuchillo a los gitanos y prende fuego a su ciudad. Y la dimensión mortífera de la anarquía la vemos en Reyerta y en Muerte de Antoñito el Camborio, donde el autor relaciona los asesinatos y los ríos de sangre con la libertad sin ningún tipo de orden social, encarnada en los gitanos. Federico García Lorca nunca quiso adscribirse a la causa de los gitanos y mucho menos atacar a la Guardia Civil. Un poeta de su envergadura jamás descendería a planteamientos tan superficiales y folklóricos. La poesía de Lorca es un dardo que corre por el dédalo del ser humano y aspira a clavarse en el centro de su corazón. Gitanos y Guardia Civil son las dos cabezas de ese terrible monstruo al que llamamos hombre y la lucha de ambas se libra en la hoguera de lo trágico (de lo que solamente puede terminar en la muerte) y no en la mesa con brasero de la dialéctica, donde los extremos no hacen la ley general y se discute quién es el bueno y quién es el malo.

 

 


 

 

El viaje de Mina y la novela de aprendizaje

Uno de los subgéneros narrativos más complicados de escribir, por su profundización en la psicología infantil y su crítica a los valores de la sociedad, es la novela de aprendizaje, que no es, como han venido diciendo algunos por ahí, la novela que describe el paso de la niñez a la madurez del protagonista, sino la novela que propone un modelo nuevo de educación, vinculado a los viajes, a la aventura y al contacto con la Naturaleza.

Si William Golding constreñía el espacio narrativo en El señor de las moscas, situando la acción en una isla desierta, para desarrollar su terrible experimento social, Michael Ondaatje va un poco más allá en El viaje de Mina y construye su novela en el Oronsay, un barco que zarpa en Sri Lanka y atraca en Inglaterra y que se convertirá, durante su singladura, en un mundo en miniatura para los tres jóvenes protagonistas, que aprenderán los valores y las miserias que dan forma a ese muñeco de barro que es el ser humano, mucho antes de pasar por los infértiles trámites del bachillerato y de la universidad.

Sorprende que en España, un país con tanta costa, haya tan poquitas novelas del mar, un subgénero narrativo que está estrechamente relacionado con la aventura y con el aprendizaje y que, en nuestro país, cultivó Pío Baroja y muy pocos autores más. El mar puede ser el lugar en el que se esconde la bestia, como en Moby Dick, o el símbolo de la libertad, como en los versos de Espronceda, o el espacio de la superación y de la lucha contra la adversidad, como en El viejo y el mar, o el alma misma de la destrucción, como en los relatos de Conrad, o el guardián de los secretos, como se dice en las Veinte mil leguas de viaje submarino. En cualquier caso, el mar, con su fuerza aterradora y su sensación de infinitud, nos dice cuál es la medida exacta del ser humano y nos recuerda nuestra insignificancia, nuestra irrisoria debilidad. Los tres jóvenes protagonistas de El viaje de Mina se dan cuenta de que el enorme trasatlántico en el que viajan no es más que un pedacito de acero flotando sobre las olas. Es la primera lección. La segunda lección vendrá cuando dejen de mirar a su alrededor y miren arriba y vean las comodidades de los viajeros de segunda clase y el lujo de los viajeros de primera, convenientemente aislados de los demás.

A los buenos autores, más que en los malabarismos con cinco mazas, se los reconoce en la sencillez de sus trucos narrativos. Los tres protagonistas, a la hora de comer, comparten mesa con los adultos. Lógicamente, amedrentados y curiosos, guardan silencio y se dedican a escuchar las historias de los mayores, que son como pasadizos que los llevan a un mundo insospechado, donde conocerán la tristeza, la desesperación, la rabia, los celos, el disimulo, la mentira, la enfermedad, la muerte. Después, cuando se separan de los adultos, acostumbran a meterse dentro de uno de los botes salvavidas (es su territorio) y desde ahí, van observando, sin ser vistos, el comportamiento del resto de los viajeros. En este barco, los tres protagonistas conocerán el mal, encarnado en la figura de un preso encadenado, al que sacan a pasear todas las noches por la cubierta. Conocerán también la fuerza de la belleza femenina y la destrucción que el amor causa en el corazón de los hombres. Conocerán el horror de la enfermedad. Debatirán acerca de la veracidad de las maldiciones. Verán un cadáver contagioso al que hay que arrojar al mar. Serán ladrones de camarotes y tendrán su momento heroico, atados con cuerdas en medio de una tempestad que casi se los lleva por delante. Serán testigos del contrabando. Se dejarán embaucar por la música y el baile y vigilarán a una extraña mujer que toma el sol y lee compulsivamente novelas de detectives.

  La travesía en el barco los cambia profundamente. Los hace más sabios y sobre todo, los hace más duros para recibir, con menos dolor, los latigazos que les dará la vida. El narrador, para demostrarnos la importancia que tuvieron aquellas semanas de viaje, salta hacia delante en el  tiempo narrativo y nos muestra a uno de los protagonistas, a Michael, acudiendo al entierro de uno de sus amigos, que murió prematuramente a causa de una dolencia cardíaca, buscando al tercero, que parece haberlos olvidado, y casándose (y divorciándose) con una chica con la que compartió el viaje en barco. Es importantísimo el momento, al final de la novela, en que llegan a Inglaterra y Michael se reencuentra con su madre, la abraza y siente que alguien le toca la mano. Es una amiga que le dice: «Ha llegado el momento de ir a clase». Y nosotros entendemos que nada de lo que le enseñen en el colegio, será más ni más valioso que lo que han aprendido en el Oronsay.

Es curioso cómo, en muchas ocasiones, el autor no sabe las dimensiones de lo que está escribiendo. El Viaje de Mina tiene tres errores que, por su ingenuidad, resultan punto menos que inexplicables. Rompe el ritmo narrativo la transcripción de una carta que explica uno de los misterios a los que se enfrentaron durante el viaje. El autor no se dio cuenta de que los misterios sin resolver y las preguntas sin respuesta es algo a lo que la persona debe acostumbrarse cuanto antes. Que el mundo es como es y no como a nosotros nos hubiera gustado que sea, forma parte de nuestro aprendizaje. Al final de la novela se produce una escena que, si fuera una película, diríamos que es de acción, con disparos y escudos humanos y saltos por la borda para escapar de la policía secreta. No es necesario un giro tan ridículo. La metáfora del barco y del océano es mucho más potente que cualquier arma de fuego. Y después del punto y final, nos encontramos con un párrafo en el que el autor nos aclara que el protagonista, a pesar de llamarse Michael, no es él, y que todo lo narrado es ficción. Todavía sigo pensando en el porqué de semejante metedura de pata. ¿Aún quedan lectores que se empeñen en buscar al autor en los protagonistas? ¿Aún no hemos comprendido que lo que menos importa de una novela, es el autor? De todas formas, estos deslices no hay que tenerlos demasiado en cuenta. Siempre sucede que el buen lector ve de lejos mucho mejor que el autor, que suele ser bastante corto de vista.


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