La neutralización del escritor

Puede que me equivoque porque hablo/escribo de memoria, pero me parece recordar que Camilo José Cela, en su libro El huevo del juicio, publica un artículo que lleva por título “El adocenamiento del escritor” y que habla de una reunión anual que junta a todos los premios Nobel de Literatura que quedan vivos. A Camilo José Cela le parecía que esto de quedar los escritores para hacer turismo y tomar café contribuía a amansar al artista y a socializarlo en exceso. Es un artículo que no ha soportado el paso del tiempo y que hoy en día resulta ingenuo. Pero claro, ¿qué sabía Camilo José Cela de los tiempos que estaban por venir?

Este fango histórico por el que caminamos con una pinza en la nariz es (en realidad) un océano de arenas movedizas que paso a paso, sin que nos demos demasiada cuenta, nos va tragando. No quiere dejar de nosotros absolutamente nada. Ni siquiera la huella de nuestro paso por el mundo. Mucho menos el eco (por mínimo que sea) de nuestra indignación y nuestro desacuerdo.

El comienzo del siglo XXI quedará reflejado en los libros de Historia como el período de la corrupción y del aplastamiento social. Los historiadores (bien documentados) hablarán de ciudadanos hambrientos que buscaban comida en los cubos de basura, de hombres sin trabajo que saltaban por la ventana, de millones de jóvenes que huían del país, de la desaparición lenta pero implacable de la Facultad de Filosofía y Letras.

Ahora me pregunto de qué hablarán los manuales de Literatura española.

La maquinaria del poder (si se la engrasa bien) puede funcionar en absoluto silencio y con un más que asombroso nivel de sutilidad. Uno de sus mayores logros (si no el mayor de todos) ha sido la neutralización del escritor sin que el propio escritor se dé cuenta de que está siendo/ha sido neutralizado.

Este artista, el cronista social y existencial del trozo de tiempo que le dieron para vivir, el cuchillo eternamente clavado en las costillas del gobierno, este artista (digo), va corriendo cuesta abajo hacia el barranco de su propia extinción.

Ha olvidado su sagrada labor de levantar la alfombra que tapa la mierda y de gritar en el desierto hasta romperse la garganta y se ha dejado convencer de que en este baile hay que bailar con la más guapa, aunque la más guapa sea también la más banal. Estoy hablando (obviamente) del éxito. Resulta vomitivamente paradójico que el escritor (cuya materia prima es la palabra) asista impasible a semejante prostitución de los significados. El éxito del escritor no es la reseña en Babelia, ni su nombre en una lista, ni el micrófono en un congreso, ni por supuesto un premio literario (proliferados hasta la hipertrofia, multiplicados en metástasis), el éxito del escritor es la difusión de la verdad y la denuncia de la mentira y de la injusticia cueste lo que cueste, aunque le cueste la vida.

Hace falta ser muy cruel (y muy astuto) para aprovecharse de las dos grandes miserias del escritor (su ego y su inseguridad) para ir bajándole del pedestal de los furibundos e ir subiéndole a la pasarela de los anoréxicos. La historia de la Literatura (dentro de unas décadas) hablará de nuestro tiempo como esa época extraña en que la policía torturaba en las cárceles a los manifestantes mientras los escritores posaban con sus trofeos como las misses posan con sus ramos de flores. 

Se leerá lo siguiente:

<<Miles de familias dormían debajo de los cartones, en el paso subterráneo de cualquier carretera, y los escritores (mientras tanto) se ponían la camisetita de la librería donde presentaban la novela y se cuidaban mucho de no salirse de la neutralidad y de los lugares comunes, no fuera a ser que hubiera gente que se enfadara con ellos y (entonces) vendieran menos libros. Y dejaban que los fotógrafos los pasearan por los lugares más estúpidos para hacerles la foto más cretina. Y sonreían. Y la foto de su sonrisa inundaba la red social.>>

Me quedo con Salinger intentando agredir al periodista que le hizo una foto, con los exabruptos de Cela, con la rabia de Fernando Fernán Gómez, con el Valle-Inclán manco y arrumbado en una cama cochambrosa, con las verdades explosivas de Unamuno, con la alargada tristeza de Delibes, con los que se ahorcaron o se volaron la tapa de los sesos.

A todos ellos, a los maestros, no me los imagino ni midiendo sus palabras ni callando su opinión, mucho menos pasando de puntillas y a toda velocidad por las ascuas de la Historia. 

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