Las últimas elecciones

De pronto una novela nos incendia por dentro y salimos de su lectura absolutamente desorientados, empapados en sudor y transformados en alguien que no éramos (que aún no éramos) cuando abríamos el libro por primera vez. Hablo de esas novelas que  un día nos encontramos en las manos y  no sabemos muy bien cómo han ido a parar ahí. Pensamos (somos tan ingenuos) que las hemos elegido nosotros entre decenas (cientos) de títulos y (cientos) de autores. No sabemos (todavía) que fueron ellas las que (nos escogieron) saltaron a nuestras manos. ¿Para qué? Necesitaban un organismo vivo (ese fango caliente y húmedo) en el que (poner sus huevos) plantar su semilla. Y pasa el tiempo y no sabemos por qué esa novela no se nos va de la cabeza. Y a veces nos desasosiega la idea de que el autor nos haya querido decir algo y nosotros no hayamos terminado de entenderlo.  No sé cuántas veces habré leído Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago. Fue hace unos días (sin embargo) cuando terminé completamente de entenderla. Amanece y (como si el sol les calcinara las pupilas) todos los hombres se van quedando ciegos. Llega la noche eterna al alma (si existe y si tenemos) del ser humano. Solamente una mujer conserva la vista y ese don (ese estigma) es el peor castigo: tiene que asistir (inútil y estupefacta) al gran espectáculo de la degradación y de la indignidad. La idea está clara (y es tan sencilla que a veces cuesta trabajo llegar a ella): todos estamos ciegos. La confirmación/ratificación de esta teoría la vimos la otra noche, mientras se iban conociendo/confirmando los resultados de las votaciones, ese ejercicio máximo de enceguecimiento colectivo, esa llamada de trompeta a la noche perpetua, la afiliación definitiva al espíritu de la avestruz, esconder el cerebro y poner el culo.  

La diferencia entre el hombre cobarde y el hombre valiente (como bien intuía Saramago) es una cuestión de párpados: el hombre valiente se atreve a abrir los ojos (y a ver) y el hombre cobarde prefiere (no ver) mantenerlos cerrados. El hombre valiente no es el que no tiene miedo. Ése (el que no tiene miedo) es el temerario o el gilipollas. El hombre valiente es el que aprende a convivir con el miedo y, sobre todo, el que no permite que el miedo le detenga los pies, le cierre los párpados, le susurre la papeleta que debe coger. Y el hombre cobarde (por encima de cualquier otro intento de definición) es el que observa tranquilamente cómo va perdiendo su identidad y se siente a gusto en ese líquido amniótico de vaciedad, de nadería, de fundido en blanco. Porque el problema (el verdadero problema) es perder la identidad porque la pérdida de la identidad (por algún sitio lo dije) es la madre de todas las desgracias.

Pero no conviene confundirse: nuestra identidad no es este cuerpo/esta materia con el que tenemos que cargar todos los días, ni los deseos (más o menos confesables) que dan forma a nuestra esperanza, ni las posturas con las que esperamos la llegada de la muerte. No niego que una parte de nuestra identidad esté debajo de nuestra piel, pero el resto (la mayor parte) está debajo de la piel (en la raíz de la existencia) de todos los demás. 

Nuestra identidad es la identidad del refugiado que se ahoga en el mar, que muere acribillado en las fronteras o que se deja violar por los traficantes de personas; la identidad del desahuciado, del que escarba en las basuras,  del que vive debajo de los cartones y del que (harto de todo lo anterior) salta por la ventana; la identidad del homosexual que tiene que negarse a sí mismo y de la mujer acosada y de la que tiene prohibido abortar; la del que quiere (y no puede) estudiar Humanidades; la del aporreado (sin grabación que lo atestigüe) por las fuerzas antidisturbios y de la que ve (con el único ojo que le dejaron) cómo el juez pone en libertad a sus mutiladores; la identidad del parado, del emigrante, del ateo, del niño con hambre;  la identidad de los que se tuvieron que ir de España y la identidad de los que (una vez en el extranjero) saben que no volverán. Todas esas personas (esas identidades) somos nosotros/forman nuestra identidad. Pero los hay que prefieren (el miedo se lo hace preferir) cerrar los ojos y dejar abierta una rendija minúscula por donde apenas llegan a ver el pan que comen, la cama en la que duermen, el techo que los cobija y la multinacional que los emplea/que les da el pan, la cama y el techo. No es una buena idea (de hecho, es una muy mala idea) echar el cerrojo a nuestra puerta cuando vemos que los ladrones están robando en la casa del vecino. El disimulo y el desentendimiento no garantizan nuestra seguridad (mucho menos nuestra dignidad). La novela de José Saramago nos lo estaba anticipando con una clarividencia que (hoy, después de las votaciones) me resulta aterradora: todos los muros que levantes a los demás, te los estás levantando a ti. Y sobre todo: nunca mires al derrotado, al apaleado, al marginado, al perseguido, sin saber/sin tener la absoluta seguridad de que (en realidad) estás mirando al fondo de un espejo. Y si no es así, no hay duda: estás ciego, más (mucho más) que si te hubieran sacado los ojos.

El miedo (ese rayo paralizador) es el arma con la que nos masacran. Contra el miedo no existen escudos y a la gente (además) no le puedes exigir que sea valiente, que levante la voz, que ponga la cara para que se la partan. El miedo nos desgarra la carne. Su dolor es más intenso cuanto más nos empeñamos en (avanzar) caminar hacia delante. Pero merece la pena, porque la recompensa es la libertad.

Y lo contrario de la libertad es el resultado de las últimas elecciones: arrodillarse y limpiar las botas del amo con la esperanza de que (a cambio de mi sumisión/mi servilismo) la patada en la boca no me la dé a mí, sino a otro cualquiera (a los mismos cualquieras de siempre) que pase por mi lado.

 

 

 

 

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