Sobre la portavoza y el Appendix Probi

En segundo de carrera, para aprobar la asignatura de Latín Vulgar, teníamos que hacer un trabajo sobre el Appendix Probi, un palimpsesto del siglo IV que recoge una larga lista de errores del latín escrito, que ya iba deformándose para dar lugar al latín vulgar, que después se descompondría en todas las lenguas romances, de manera que la mayoría de esos errores imperdonables, merecedores de un dedo de fuego que los señalara, acabaría convirtiéndose en una regla estándar. La semana pasada, después de veinte años, he vuelto a leer acerca del Appendix Probi. Lo mencionaba un periodista para echar por tierra, como quien mata moscas a cañonazos, la creación y el uso del término «portavoza». No ha sido el único. Yo también me he visto intentando explicar por qué no hay lugar en el lenguaje para engendros morfológicos como «miembra», aduciendo su origen latino neutro (membrum) y su nominativo plural (membra). Otros filólogos decían que la palabra «portavoz» se formó a través de la composición de dos palabras, «portar» y «voz», siendo «voz» un término femenino, lo cual demuestra la inutilidad de añadirle la flexión de género. Algunos escritores intentaban convencer a sus lectoras (a través de una pirueta conceptual) de que estos inventos lingüísticos, lejos de feminizar el idioma, lo hacían más machista. Los académicos de la RAE han sacado la cabeza por la ventana y se han puesto a dar gritos, explicando que la evidencia del género gramatical se encuentra en los determinantes y en los adjetivos, añadiendo, para zanjar la cuestión, que estas discusiones no conducen a nada. Y las redes sociales y las conversaciones de cafetería se han llenado de términos irónicos como «taxisto», «futbolisto» o «ajedrecisto», intentando demostrar que rechazar la palabra «portavoza» por abrir la puerta a posibilidades lingüísticas raras, es un argumento sin fisuras.

         Las voces lingüísticas más o menos autorizadas, en este caso, no tenemos nada que decir, es más, estamos demostrando, con nuestras menciones a Lapesa, a Dámaso Alonso y a Menéndez Pidal, que no hemos entendido que lo que está pasando va mucho más allá del lenguaje. Recuerdo que, en la universidad, el profesor de Andrés nos decía que bastaba que alguien nos dijera «Hola, ¿qué tal?», o que pronunciara delante de nosotros la palabra «Caballo», para que esa persona se metiera dentro de nuestra cabeza, sin que nosotros pudiéramos hacer nada por evitarlo, ya que el lenguaje es la puerta que comunica directamente con el pensamiento. Cuando las voces feministas crean términos nuevos y los empiezan a usar, nos están metiendo hasta el fondo de la conciencia (que es hasta donde llega el lenguaje) las razones y el desgarro de su lucha social. Esa «–a» de la palabra «portavoza» no significa solamente que sea el femenino del término «portavoz», sino que existe un movimiento feminista que se ha subido a lo alto de la montaña, ha hecho bocina con las manos y ha gritado a los cuatro vientos que morirán (en el caso de que no ganen) luchando por sus ideales de justicia, y que su estrategia más poderosa es empezar a apropiarse del lenguaje, porque (repito) apropiándose del lenguaje, se apropian de todos nosotros. Me imagino a un profesor de lengua del año 2.200 escribiendo en la pizarra la palabra «portavoza» y explicándoles a sus alumnos que ese término no responde a la evolución natural de la historia de la lengua, sino que fue uno de esos términos acuñados a partir de la revolución feminista de comienzos del siglo XXI, junto a «machirulo», «señoro», «concierta», «feminazi», «profesoro», «escritoro», «miembra», «pollavieja», «empoderamiento», «tetófobo», «sororidad», «micromachismo», «femicidio», «mansplaning», «heteropatriarcado», «techo de cristal»…

Valle-Inclán, hace poco más de un siglo, nos advertía de que el lenguaje nos aprisiona y de que nuestra obligación es adiestrarlo a él antes de que él nos someta a nosotros, lo cual equivaldría (¿hace falta decirlo?) a someter nuestro pensamiento. La revolución feminista, como toda revolución, debe romper las reglas establecidas e imponer otras nuevas. Lo importante de términos como «señoro» (hombre despreciable y machista) o «profesoro» (profesor antediluviano que enseña a sus alumnos en clave machista) o «escritoro» (escritor anclado en un pensamiento conservador) es el uso de esa «–o» que, más allá de su significado léxico de género masculino, carga la palabra de un duro matiz feminista y crítico. Por eso, en el caso de que triunfara la palabra «portavoza» (o cualesquiera otras, creadas con el mismo espíritu), sus futuros usuarios, en el momento de pronunciarla o de escribirla, activarían en su subconsciente ese aliento feminista con el que nacieron, igual que en la palabra «caldo» está la presencia remota de «calidum-cálido», o en «hastío» el «fastidium-fastidio», o en «soltero» el «solitarium-solitario», o en «hueste» el «hostem-hostil», o en «siervo» el «servum-servicio»…, de manera que los ideales y las reivindicaciones de la lucha feminista, a través del inmejorable vehículo del lenguaje, habrían entrado en la conciencia de los hablantes. Y habrían dado el jaque mate a esta partida, cuyo desenlace, debido a la lentitud con la que se abre camino la lengua dentro del tejido social, nosotros nunca veremos.

No tengo muy claro, sin embargo, por qué algunos jóvenes políticos, subiéndose al carro del feminismo en busca de votantes/de votantas y de una imagen moderna, han cargado contra la RAE por el hecho de que en las páginas del Diccionario aparezca la acepción «mujer fácil», como si la RAE, en lugar de registrar los términos que usan los hablantes, se dedicara a inventárselos y a propalarlos. Me sorprende que, de una manera tan flagrante, se confunda al amigo con el enemigo. Si la RAE publica esa entrada es porque se usa, porque se escribe y porque está documentada, y si eso es así, es porque el uso del lenguaje, efectivamente, puede ser machista, y si lo puede ser, es porque nosotros (los que decidimos su uso) también lo podemos ser y de hecho, lo somos. Creo que la lucha que el feminismo debe librar con la RAE debería estar enfocada en conseguir que, delante de esas acepciones, se añada una explicación del tipo «Uso machista», de la misma manera que en la entrada «gitano», en su acepción de «trapacero», se especifica que su uso es discriminatorio, es decir, de trato desigual por motivos sociales, políticos, raciales, religiosos o de sexo.

Hace poco tiempo oí decir a la cantante de un grupo feminista que ellas no daban conciertos, sino conciertas, y se me hizo la boca agua, imaginándome que triunfa este tipo de desgarramiento lingüístico (añadir la flexión de género femenino a un sustantivo para especificar que son mujeres las que lo llevan a cabo) y surgen palabras como la viaja (viaje solo para mujeres) o la trabaja (empleo solo para mujeres) o  la taxa (taxi solo para mujeres [y niños], que ya los hay, por cierto). No es que crea que esto es lo que acabará pasando, sino que creo que es lo que deberían hacer: abrir las ventanas del lenguaje y hacer que el aire feminista ventile sus estancias hediondas porque de esa manera, también, estarán oreando y dando oxígeno al pensamiento de los que tienen que pensar.

 

 

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