Festivales sin cielo ni trigo

Apenas llevo tres años en Madrid. Los diecisiete anteriores los pasé en Praga, la capital de República Checa. Basta sumar dos más dos para comprender que en ese tiempo no solamente conocí a muchas personas ucranianas (después del vietnamita, es el núcleo de población extranjera más numeroso), sino que tuve buenos amigos, alumnos brillantes, actores inspirados, colaboradores y colegas procedentes de ese país que lleva el cielo y el trigo por bandera.

 Intento estar en contacto con ellos, pero reconozco que cada vez resulta más difícil porque cada vez existen más posibilidades de que, ante la pregunta de qué tal estáis, la respuesta sea demoledora y punto menos que inasumible, sobre todo para ellos.

En ocasiones, al abrir la ventana de mi cuarto, me imagino que el tráfico se detiene y oigo no las bombas, sino el gran grito de auxilio del este; o que la polución se disipa y entonces huelo no la pólvora, sino la carne quemada o acribillada de los caídos, a veces con uniforme, a veces en vaqueros, a veces en combate, a veces mientras iban a por pan.

A veces personas anónimas, a veces personas con las que conviví.

Lo que quiero decir es que no somos políticos, no somos diplomáticos, no somos militares, pero somos escritores y además escritores de lo negro, es decir, cronistas del crimen, del dolor, del abuso de poder, de la corrupción, de la injusticia, del mal, esa hidra que multiplica por mil cada cabeza que le cortas.

Pensé que seríamos un clamor. Imaginé, por un momento, una ebullición de editoriales, de festivales de novela, de revistas del crimen. Todos haciendo las veces de altavoz para que los autores chilláramos nuestra repulsa y nuestra indignación, nuestra opinión y nuestro compromiso.

Pero no.

La única editorial que ha dado un paso adelante (única dirección posible para cualquier editorial pequeña o mediana) ha sido Alrevés, que publica una antología de poesía (escrita por autores de novela negra) y destina toda su recaudación a ayudar a los refugiados ucranianos. Es poco, pero en medio de este silencio cobarde o perezoso, suena tan alto que nos rompe los tímpanos.

A Alrevés, de repente, qué bien le queda el nombre.

Pero qué otra cosa podemos esperar, si ahora resulta que los festivales de novela negra (no sé si por la puerta de atrás o por debajo de la mesa) incurren en la alta traición de ir dando entrada a eso que llaman grandes editoriales, es decir, las que abren sus jaulas de rarezas humanas para que sus premios Cervantes se aireen un rato por alguna bahía del Cantábrico o las que dan una limosna de un millón de euros a tres tipos con pseudónimo de mujer.

Tanto publicar, tanto reseñar, tanto escribir, tanto promocionar novela negra y aún no hemos entendido que este género va de la resistencia del pequeño frente al abuso del poderoso; va de los que sacan a rastras de sus casas; va de aquellos a los que les dicen que nos quitan el trabajo; va de los que gritan su orgullo frente al arco iris de su bandera; va de los que no llegan a fin de mes y escarban en la basura; va de aquellos a los que les importa que los dejen sin latín ni filosofía; va de los que no llegan a la costa y de los que sí llegan; va del niño con ansiolíticos y del viejo que no tiene quien lo cure y de aquellas que deciden abortar.

Para el autor de novela negra no hay más Planeta que su barrio ni nada más Random que seguir manteniéndose firme ante el viento de la incertidumbre, ese huracán con olor a cebolla que estalla contra su cara a cada vuelta de la esquina. El autor de novela negra es el que se prostituye (on line o presencial) impartiendo talleres de escritura, el que explica a Machado en los muros de contención ciudadana que son las aulas de la ESO, el que defiende su sueldo en el bulling orquestado de los compañeros de oficina, el que apila maletas en la intemperie de los hangares de Barajas y el que se niega por sus cojones a aprender a usar el Excel. El autor de novela negra podría buscarse un segundo trabajo, es verdad, pero necesita las tardes para escribir, quiero decir, para vomitar su bilis social y enderezar, al fiel de las cuartillas, el cuadro torcido de la injusticia.

Solía suceder que alguna editorial rara, de esas que apostaban por lo bien escrito y lo mal promocionado, los acogía en sus imprentas y se convertían en las solitarias pero irreductibles montañas de su eco. Los llevaban de paseo, regular alojados y mal pagados, por esos reductos de dignidad literaria que eran los festivales de novela negra, donde se mezclaban con otros marginados y a lo mejor les daban un premio que no valía para nada más, ni para nada menos, que ser un minuto feliz, antes de volver al silencio de la prensa y al bar de la esquina.

Ya no nos queda ni eso. Los putinianos oligarcas de la literatura, no, los putinianos oligarcas de la impresión y encuadernación de novelas, ya violentan las fronteras del soberano circuito negrocriminal e intentan invadirlo con su lustre de hojalata y sus autores flojitos. Quiero creer que se encontrarán con una resistencia ucraniana, que no es otra que la de la autenticidad y la del coraje del que defiende lo que es suyo por inalienable derecho de clase.

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