Nuevo canon literario

Uno vive este confinamiento no solo con la esperanza de que termine, sino de que, una vez terminado, suponga un antes y un después/un punto de inflexión/un nuevo orden mundial. Uno, gracias a este interminable quedarse en casa, se ha dado cuenta de todos aquellos pequeños confinamientos en los que estaba recluido y de los que ahora no va a hablar porque ahora, de lo que toca hablar, es de literatura, más concretamente del confinamiento crítico-lector al que nos ha abocado la pandemia occidental (que nunca aplanó la curva de contagios) del canon literario.

El canon literario (como todo el mundo sabe o debería saber) es un conjunto de obras literarias (uno, en este artículo [en este lo que sea] solo va a hacer hincapié en la novela) que acaban siendo consideradas un ejemplo o una sublimación de calidad o un modelo a seguir por los que vienen detrás con la pluma en la mano. Otra espeluznante característica de las obras que conforman el canon (dejo el bolígrafo, respiro profundamente, vuelvo a coger el bolígrafo) es que atraviesan todas las épocas literarias y siempre están vigentes, es decir, les hemos dado la inmortalidad y un carácter estatuario porque sí, porque nos creemos que estamos en disposición de darlo.

Aprovecho este confinamiento (y aprovecho también la ansiedad que me provoca) para decir que el canon occidental actual es mentira. Las herramientas con las que se construyen las novelas se van afilando, perfeccionando y sacando brillo conforme van avanzando los tiempos y especialmente conforme unos novelistas van pasando el testigo a otros y estos otros se lo pasan a los que vienen después, dando forma a una interminable carrera de relevos donde lo importante es que el siguiente vaya más rápido y menos fatigado que el anterior.

La mayoría de los lectores de mi generación (y de las generaciones que hicieron posible la mía) nos angustiamos con la vulnerabilidad de Raskolnikov, languidecimos con Marcel y sus minuciosas descripciones de la alta burguesía francesa, nos estremecimos con la ascensión a los cielos de Remedios, descendimos la extensa ladera del vacío de la mano de Hans Castorp, comprendimos la imagen deformante del dinero en el espejo del huérfano Pip, reconstruimos (o no) el caos que Bloom y Dedalus nos lanzaron a la cara y (por no seguir [dicen que el canon es una lista abierta] ad infinitum), a pesar de ser lectores, fuimos más protagonistas que Horacio Oliveira. La buena noticia es que estás obras maestras de la narrativa universal han sido superadas por otras y, en la mayoría de los casos, a cargo de autores que aún siguen vivos y produciendo.

(Abro este paréntesis para aclarar que Kranz Kafka es el único autor que se salva de la nómina de esos grandes escritores canónicos ya rebasados. La razón es muy clara: su visión de los conflictos y paradojas del hombre moderno aún no ha sido mejorada).

Antes de meterme de lleno con el nuevo e imprescindible canon literario, que debe apoyar el pie soberbiamente en la cabeza del anterior para subir a la altura que le corresponde, voy a hablar de otro canon que me parece de vital importancia para la buena salud de la literatura, cuyo principal síntoma de fortaleza inmunitaria ya sabemos que es la libertad. Me estoy refiriendo al canon literario apócrifo, es decir, aquella nómina de obras o de autores que a cada uno de nosotros, de manera personal y a veces vergonzosa, nos parecieron mejores que los canónicos. De esta manera reconozco, aprovechando este confinamiento y esta ansiedad que hace que todo me importe ya una mierda, que la prosa del arcipreste de Talavera me parece mejor que los versos del de Hita; que Boscán llega a lugares adonde Garcilaso no sabe llegar y que ni uno ni otro soportan la comparación con Fray Luis; que la poesía de Sor Juana es la síntesis del gongorismo y del conceptismo y por tanto consigue superar a sus máximos representantes; que el talento de Avellaneda no anda muy lejos del de Cervantes y que si alguien se dignara a leer con atención el Apócrifo se daría cuenta enseguida; que la obra que mejor define el Neoclasicismo es Noches lúgubres, considerada romántica por la crítica; que Rosalía da sopas con ondas al de la pupila azul; que La regenta es mejor que El Quijote y punto; que la poesía de la posguerra está en los versos de Gloria Fuertes y no en los de los otros llorones que decían que les quedaba la palabra pero tampoco hacían demasiado uso de ella; que Shakespeare es barroco y no renacentista; que la escena XII de Luces de Bohemia es demasiado larga y acabas deseando que Max Estrella termine de palmarla; que (como decía mi padre) Cien años de soledad está muy bien pero a lo mejor habría estado mejor Cincuenta años de soledad; que ni Salinas ni Guillén deben pertenecer a la generación del 27, al contrario que Neruda, aunque fuera chileno, padre execrable y presunto violador; que no existió nunca la generación del 98; que Valle-Inclán es el mejor narrador del siglo XX pero como novelista Galdós le superaba como quien come garbanzos y se echa la siesta; que Lou Carrigan y Vázquez-Figueroa deben entrar por la puerta grande la literatura a la voz de ya; que hoy publican autores a los que hace quince años les habría dado vergüenza caminar por la misma acera de una editorial. Y paro aquí porque me han entrado ganas de comerme un helado.

El nuevo canon literario, que existe desde hace tiempo pero a nadie le apetecía ponerlo en pie, nace de la evidencia de que la novela y las formas narrativas evolucionan lo mismo que evoluciona cualquier rama del conocimiento y consiguen contar, con más potencia y en menos espacio, los temas universales a los que siempre han recurrido los autores. Al nuevo canon literario pertenece Claus y Lucas, de Agota Kristof, novela de guerra y de posguerra, de infancia y de vejez, de supervivencia y de claudicación, de crueldad y de generosidad, de empatía y de anulación de todo sentimiento, de lo individual y de lo dual, de la verdad y la mentira como dos puntos de una misma recta y de la evidencia de que lo contrario de la ficción no es la realidad. Lo hace con una prosa, además, que contraviene todas las supuestas normas de la narrativa: silencios que sustituyen a las palabras, ausencia flagrante de ornamentación, cruelísimamente poética, autoconclusiva en cada capítulo y sangrantemente debatible tras su punto y final. La segunda enorme novela del nuevo canon literario es El defecto, de Magdalena Tulli. Estamos delante de una técnica milimétrica que reduce el espacio al máximo (todo se desarrolla en una plaza alrededor de la cual gira un tren), que nos ubica en un tiempo impreciso (nos suena a comienzos del siglo XX) y que eleva la voz de un narrador que no se concede ningún descanso, para construir, antes de que explotara el conflicto, una parábola universal de la tragedia de los refugiados y de la deshumanización de quienes los desprecian. Igualmente imprescindible en este canon es De boxeo, de Carol Joyce Oates, un ensayo brillantísimo acerca de la pobreza, de la necesidad de construir héroes, del ritual de la masculinidad, con el boxeo como metáfora catalizadora de todos estos temas. Seguimos con El ancho mar de los Sagarzos, de Jean Rhys, que nos da un empujón en la espalda para que entremos directamente en la literatura caribeña postcolonial y en el conflicto de la rigurosa sociedad patriarcal, de la desgarradora asimilación cultural y de los movimientos migratorios, con una protagonista que ha venido directamente de la torre secreta de Jane Eyre. Pasamos a En tierras bajas, de Herta Müller. Es la relación entre la infancia y la posguerra, entre el sistema autoritario y la sumisión como característica definitoria de la mujer, entre la brutalidad y la injusticia. Sorprende que a estos temas haya llegado a través de una prosa seca, sembrada de silencios, donde cada palabra, como sucede con la poesía, explota en una pirotecnia conceptual que aumenta su capacidad de significado a través de la connotación. Vamos ahora con Física de la tristeza, de Gueorgui Gospodínov. ¿Qué culpa tenía el Minotaruto de haber nacido con cabeza de toro y cuerpo de hombre? ¿Alguien se ha parado a pensar en la tristeza del niño Minotauro en el momento en que comprendió el encierro y la repulsa que le infligieron? Una novela brillantemente condenada al fracaso en tanto que pretende ser la novela que abarque todos los temas de la Humanidad a través del relato de lo cotidiano, con una voz renqueante y entrecortada (triste) como mímesis de las desorientadoras posibilidades de un laberinto y los vericuetos inverosímiles por los que deambularon los acontecimientos del siglo XX. Imposible olvidarnos de Cormac McCarthy, al que emparentan con Philp Roth, DeLillo o Pynchon,  a pesar de que pasa por encima de ellos como un cohete. En sus textos encontraremos la basura que habita debajo de la alfombra del ser humano, descrita como se debe describir, con exactitud y sin miedo a las palabras, mirando al horror de frente, que es la única manera de poder narrarlo después. El siguiente en la nómina es Mircea Cartarescu, autor de Nostalgia, creador de un nuevo tipo de narrador que es el personaje que al mismo tiempo es el autor. Aunque pone el foco en la infancia, en el totalitarismo, en la dimensión onírico-fantástica de la realidad, su verdadero impulso narrativo lo encuentra en ese tema que es la semilla de la que nace todo el bosque de la literatura: la huida (personal, espiritual, metafísica, del tipo que ustedes quieran). Imre Kertesz, mano perpetradora de Sin destino, la novela más sobresaliente del holocausto nazi y dedo señalador de la fragilidad del ser humano y al mismo tiempo de su capacidad de resistencia y de búsqueda, hasta en el último aliento, de la felicidad. El palacio de los sueños de Ismaíl Kadaré es el texto que sobresale de su inacabable producción novelística. Pertenece a ese tipo de narrativa que expone un conflicto que es la sublimación de otro mayor, en este caso, el escalofrío de saber hasta qué reducto escondido del individuo es capaz de inmiscuirse un sistema totalitario para que sus engranajes sigan funcionando. Reivindicación del conde Don Julián, de Juan Goytisolo, antiespañola, desmitificadora y vengativa, oro puro en cuanto audacia en su técnica narrativa, debe ser el manual a seguir por todo aquel novelista que ya se haya aburrido de lo de siempre. Maryse Condé y su novela Segu nos devuelven a la literatura caribeña y hunde el cuchillo en la carne del racismo, de las violencias machistas y de las raíces culturales. Lo mejor de Kenzaburo Oé es La presa, que en una hora de lectura nos explica, como un mazazo en la mitad de la frente, qué significa ser el otro en una humanidad que se mira el ombligo y teme a lo que hay más allá de su pueblo. Stanislav Lem escribió la gloriosa Solaris, una novela de ciencia ficción que demuestra que la ciencia ficción es un género imposible en sí mismo. La portuguesa Maria Gabriela Llansol, el punto y final de la narrativa tal y como la conocemos y la subversión absoluta de toda etiqueta que la pudiera clasificar. Y por último, a pesar de haber sido escrito en el más remoto de los tiempos, quiero mencionar El Eclesiastés, también llamado Qohélet, uno de los libros del Antiguo Testamento, de apenas 30 páginas, donde ya podemos encontrar la gigantografía del ser humano (de su alma y de su cuerpo) y la tierra fértil, explayada hasta el infinito, donde los demás autores han ido plantando lo suyo. Termino aquí y dejo la puerta entreabierta por si acaso decido incluir a un puñado de novelistas que todavía estoy leyendo.

No nos debe sorprender que los autores más sobresalientes y más rompedores de este nuevo canon literario sean autoras. Lo que nos habría debido sorprender es que no lo fueran. Las novelistas, acostumbradas a pasar desapercibidas para los editores, para los lectores y para la crítica (y, más sangrantemente, para los colegas), han tenido la posibilidad de escribir en absoluta libertad, lo cual se traduce en escribir de lo que querían y como les daba la gana, lo cual, a su vez, favorece el descubrimiento de nuevos lenguajes y nuevas estructuras narrativas, muchas de ellas brillantes y arriesgadísimas. La segunda razón está aún más relacionada con el tema de este texto al que ya le van sobrando palabras: la génesis y descripción teórica de los géneros literarios fue una actividad meramente masculina, como queda demostrado en los nombres de sus máximos exponentes, de manera que las autoras, no reconociéndose en la rigidez de los géneros impuestos, los transgreden, los ignoran, los rasgan por las costuras y se dedican a lo que todo autor debe dedicarse por encima de todo lo demás: crear.

Diseñado por imagosm.es         © David Llorente Oller 2015